Verano y veraneantes

DEL VERANO

Hace ya unos días que llegó el verano astronómico, pero es hasta hoy que no empiezo a percibir, a oler el verano. Lo han notado hoy mis ritmos circadianos, la bajada extrema de tensión que me producen los días en que empieza a apretar la calor del verano, que me coge desprevenido trasteando por la huerta.Y lo digo con pesar, pues estábamos muy a gusto disfrutando de este verano canario de noches frescas, que puedes dormir a la pata la llana sin encender el fastidioso aire acondicionado.  Le viene al pelo al aire acondicionado las letrillas aquellas del fandango 

Ni contigo ni sin ti 
tienen mis males remedio. 
Contigo porque me matas,
y sin ti porque me muero. 

Pues eso, que en las noches tórridas donde el termómetro anda por encima de los 24 ºC y el aire no mueve una hoja, con el aire acondicionado enchufado malduermes, porque las rachas de marea artificial calan los huesos y la sequedad del ambiente irrita la garganta, y sin el aire das vueltas y vueltas sudoroso en la cama sin poder pegar ojo.

El signo más evidente de progreso en esta latitudes y a la vez de la insostenibilidad de éste, si no se hace algo pronto, es la profusión de equipos de aire acondicionado. La demanda de energía se ha disparado a determinadas horas puntas y si no fuese por el desánimo consumista de la actual crisis andábamos con un aparato, una  consola o splitz, en cada dependencia de la casa, incluido baños y cocinas. Al principio queríamos el confort sólo para dormir, en las habitaciones dormitorio, en el resto de la casa aguantábamos el calor o recurríamos al ventilador, bien el portátil multiusos o a los ventiladores de techo de grandes aspas. Así hemos vivido muchos años, ahora los entrañables ventiladores nos parecen insuficientes.

Tan es así, que previsor por exceso, o al menos eso creía, en la reconstrucción de la casa del pueblo, donde ahora vivimos, coloqué preinstalación de aire acondicionado en todas las habitaciones, menos en baños y cocinas. Incluso en el salón rústico que sustituye a la vieja cuadra-pajar. Pero por ahorro de costes decidí no equipar las dependencias más sombreadas, donde sólo en las noches extremas, muy pocas en agosto, puede ser incómodo descansar, y es poco probable que coincida con la presencia de sus usuarios, mis hijos mayores en sus esporádicas visitas. Pues nada que el nivel de confort se ha vuelto mucho más exigente y mis niños se quejan de la incomodidad de la habitación,  aun en la noches frescas de la primavera, del veranillo de San Miguel en Septiembre. Y yo les digo que si en  Barcelona, en Huelva, vivíamos sin aire acondicionado y en el Aljarafe sólo estaba instalado en los dormitorios, que ha cambiado para que seamos  tan delicados, justamente en una casa construida con todos los requerimientos y aislamientos térmicos obligados y recomendados. No me hace falta indagar mucho de donde viene tanta exigencia cuando compruebo la costumbre de nueras y yernos de dormir con el aire acondicionado puesto,  tapados hasta los ojos como en el crudo invierno, en el más absurdo de los despropósitos, del derroche inconsciente en que nos hemos instalado.

Suena a batallitas de abuelo, que es lo que empieza a ser uno, cuando refiero la forma en que pasábamos los veranos, hace nada de tiempo, cuando aun no nos había alcanzado el progreso.

Como si fuese ayer tengo las vivencias de aquellos veranos de país pobre, encerrado en si mismo, gobernado a golpe de porra y miedo. Pero hacíamos de la necesidad virtud, de la escasez imaginación e intentábamos ser felices a pesar de todo.

Era empezar a disfrutar las vacaciones escolares del verano y cambiábamos los toscos zapatos del Gorila por las zapatillas de lona con suela de esparto. Para hacer las suelas de las zapatillas más duraderas las impregnábamos con el alquitrán que se levantaba en bombollas, hirviendo del calor, en el asfalto de la carretera, la única carretera que llegaba y moría en esta isla de civilización, es un decir, en medio del pinar, el bosque de Doñana.

Para refrescarnos de las calores de la mañana buscábamos las albercas, que alimentaban las norias con que se regaban las huertas. Las albercas, con pretiles de ladrillo llenos de verdín, resbalosos como una pista de esquí. Las albercas, llenas de salamandras y libélulas, eran para nosotros más confortables e higiénicas que las ostentosas piscinas de los complejos hoteleros de lujo actuales. Las sentíamos más nuestras, libres de normas y protocolos de uso.






Las siestas, las obligadas siestas cuando el sol apretaba a 40 ºC reverberando en la cal, las dormíamos en el suelo de ladrillo, fregado con aljofifa, sobre una manta, protegidos del picor de la lana con una sábana de morcelina morena. Despertabas de la siesta sediento del gazpacho ingerido en la comida del mediodía y te ibas derechito al búcaro, el botijo de arcilla blanca que rezumaba por sus poros. Que agua más buena la del búcaro.



Claro que vivíamos en casas con muros de ladrillo y tierra de  60 cm de ancho, cubiertas con  tejas árabes colocadas sobre entablado y aislamiento de barro y tallos del maíz entre teja y redoblón. Casi todas las casas tenían un "soberao" , doblado de tablas en la segunda planta para almacenar el grano, que aislaba del rigor del sol sobre la cubierta. Casas construidas con criterios de sentido común, ahora se llama de eficiencia energética, adaptadas a este clima, producto de la ciencia empírica de nuestros albañiles. Todo eso y la costumbre, la resistencia de horas al sol en el campo hacía muy relativo el calor en el interior de las frescas viviendas.




Eran veranos en los que se veraneaba realmente. Si tenías suerte podías llevarte dos meses seguidos de playa, en Matalascañas, cerca de la Torre Carbonero.



Entonces era simplemente "la playa", las playas anchas de arena blanca, de grandes contrastes entre las mareas altas y bajas. Mirando hacia Huelva, en el horizonte, donde empezaban los acantilados de arcilla roja estaba la Higuerita. En la Higuerita, hasta el nombre se ha perdido en unas cuantas décadas, empezó la especulación, la urbanización desordenada e irresponsable de la playa.






Hacía la izquierda, hacia Cádiz, se avistaba el río, Sanlucar, y en las noches cerradas, los haces de luz del faro de Chipiona.





Los choceros construían las integradas, ecológicas donde las haya, chozas de eneas, las frescas y efímeras chozas de enea, a petición y necesidades de las familias. No se requería permiso ni había título de propiedad, no existían servicios ni infraestructuras. Pero nunca he visto playas mas limpias y carentes de desechos, de suciedad. Una fila de chozas mirando al mar, las necesidades fisiológicas se hacían en los corrales de pinos tras las dunas. El agua se suministraba de los pozos construidos al borde de la playa, donde el acuífero, el gran lago subterráneo de agua dulce de la desembocadura del Guadalquivir, emergía a escasos dos metros de profundidad.





Y los suministros, en tractores. Entonces los tractores eran los únicos vehículos que podían acceder por los arenales de Doñana y escalar las dunas. Y no había desperdicios ni basura, nunca veías desperdicios ni basuras.



Terminado el verano se abandonaban las chozas y el mar en poco tiempo, en las crecidas del otoño e invierno , destruía el efímero poblado vacacional y restauraba el orden natural del paisaje, hasta el verano siguiente.

Dejé los veranos de albercas, Matalascañas y cine al aire libre para descubrir los pueblos marineros de la Costa Brava, la Costa Dorada, convertidos en atracciones turísticas, con el paisaje urbano mixtificado entre las edificaciones de altura arañando el cielo y la arquitectura popular mediterránea de pega de las urbanizaciones llenas de pacíficos y buganvillas en los someros jardines.

Mixtificación de paisaje y paisanaje. De la turbación que provocaba la turista deshinibida, libre de los prejuicios que atenazaban nuestras costumbres. Cualquier aproximación era instalarse en el desenfreno comparado con lo pacato, en apariencia , de nuestra forma de entender las relaciones sociales.

Poco duraron estos veranos de curiosidad y descubrimientos, de intercambios de sorpresas, cuando llegaron de nuevo las responsabilidades familiares, por elección libre, pero un tanto prematura desde la distancia del tiempo transcurrido.

Buscando algo de confort para la familia, pero rememorando los veraneos auténticos de Matalascañas busqué el sucedáneo del camping, me ahogaba mantener, reproducir  en el apartamento de las vacaciones el estilo de vida de ciudad vertical de los Nou Barris, o encerrarme entre las cuatro paredes de una habitación de hotel, por mucha vista al mar que tenga.

Por eso nos íbamos de camping a Sitges.





En Platja d'Aro.





En Cunit.


Lo suficientemente cerca donde pudiese dejar a la familia e ir y venir algún día mas que el  escuálido fin de semana. Donde se reprodujeran las fórmulas de comunidad abierta, de intercambio de cosas domésticas y cotidianas, de saludos a caras que pones nombre.

Volví algunos veranos a Matalascañas, coloqué la tienda de lona chalet entre las chozas, y fui testigo de los cambios acelerados en la antigua forma de veranear. Hay quien sustituyó las chozas de enea, la construcción efímera, por casetas construidas en madera, con voluntad de permanencia, resistentes a las mareas. Se crearon títulos de propiedad, informales, pero títulos de propiedad que se transmitían. Los "campings" las tiendas de campaña de todo tipo y color, con veraneantes procedentes de los pueblos más alejados y capitales próximas, se mezclaban con chozas y casetas de madera, en un caos abigarrado que ocupaba casi la totalidad de la playa. Las oleadas de veraneantes urbanos,  empezaron a soltar sus detritus en la playa, que pronto perdió su limpieza, su pulcritud natural. Las urbanizaciones que empezaron en la Higuerita se extendieron a derecha e izquierda, aparecieron los hoteles, los negocios en torno al turismo incipiente. Aquellos poblados efímeros ya no eran lo que fueron y ahora resultaban incompatibles con un desarrollo turístico de factura europea.

Me tocó ser testigo del fin de esa manera de disfrutar el verano, la playa. Tenía aposentada mi tienda en la lejanía, el extrarradio de aquel poblado de veraneantes que terminó asemejándose a un campo de refugiados, cerca ya del antiguo cuartel de carabineros, donde ya no llegaban los "campings", mas que el mío. Pero hasta allí me llego un aviso entregado en mano de la Guardia Civil imputándome, como a todos, ocupación ilegal del espacio público en la playa. Algo que habían hecho mis antepasados a lo largo de la historia se volvía ilegal de forma súbita. Recogí la tienda, las pertenencias, el menaje de ese hogar efímero, y mientras íbamos en el tractor en busca de la civilización, contemplé con dolor como  las excavadoras se llevaron por delante en unos minutos el derecho consuetudinario de los pueblos limítrofes a la costa de Doñana, en nombre de esa civilización a la que volvíamos consternados.

La degradación del modelo original, la falta de costumbre, la perdida del carácter local de quienes disfrutaban estas playas hizo que nadie intentase defender ese derecho. En nombre de la sociedad, el bien común, conceptos abstractos, globales, indefinidos, se cercenó de raíz una forma de disfrute sostenible de la playa por parte de los habitantes de la comarca, personas concretas y próximas que han vivido y defendido desde siglos este espacio natural protegido. Otros despropósitos de factura muy semejante han ido secuestrando Doñana a los naturales de la comarca, y ahora se están haciendo a toda prisa esfuerzos desde las Administraciones para corregir estos desatinos, ante la evidencia de que para garantizar la sostenibilidad de Doñana no se puede ignorar a las comunidades que viven dentro o circundan este espacio privilegiado, transformado y mantenido, cuidado por la mano del hombre a lo largo de los tiempos.

Perdido el Paraíso todo empezaba a dar y ser igual, y el camping se volvía incómodo . Viajar a otros países dará mucha cultura, pero se ha vuelto una necesidad social, un deseo de epatar, relatando a amigos, parientes y conocidos viajes para conocer el mundo, cuando apenas conoces tu entorno mas próximo, tu país. No me  interesan los veranos de avión y excursión programada.

Un nuevo sucedáneo  al paraíso perdido  de Matalascañas ha estado en esas villas, maisonnettes adornadas de pacíficos y buganvilla, en el Capistrano de Nerja.



En Almuñecar.





 La Manga del Mar Menor.




 En Segur de Calafell.



En Torrendembarra.




 En Peñiscola.







Hasta que creí que merecía la pena explorar el Cantábrico, las aguas más frías del Cantábrico. Y no me equivoqué, en Pantxón, en las rías baixas,  en ese pueblo marinero, en sus tabernas de ribeiro en taza, albariño suave, sidra de barril, intercambio de conversación con la gente de allí, encontré un goce de autenticidad que se ha perdido en las riberas del Mediterráneo.





Otro tanto me ha sucedido en Luarca.



En Isla.



Y fue un homenaje al paladar, a la buena vida, al disfrute de emociones, el año que vivimos el mundial de Sudáfrica en Suances, en el promontorio del Caserío, los duplex mirando al Cantábrico, como la proa de un barco.




Las vicisitudes sobrevenidas, los daños a la salud de mis próximos y míos, y la resignación, me han anclado en la última época a veraneos de recorridos cortos, pero que me trajeron las maravillas de las mas bellas puestas de sol de Zahara de los Atunes, en Atlanterra.



De los Caños, de Barbate y sus churrascos de atún de almadraba. 







A recuperar las tardes de playa en las proximidades a la valla de troncos cercana al Hotel el Coto de Matalascañas, frontera de las playas salvajes de mi añoranza.




A degustar  las anchovas en el chiringuito el Navegante, el arroz de Paco Triana.




Las tardes noches en los bares de Caño Guerrero. 



Y a caminar por las mañanas muchos kilómetros en dirección a Sanlucar , buscando vestigios, reflejos de aquel tiempo, esa forma de veranear que se fue. 





Ahora tenemos vacaciones, pero no veraneo.


LOS VERANEANTES

El verano traía a los veraneantes. Los hijos de la diáspora, del abandono forzado de la tierra volvían al pueblo. Las primas adolescentes que venían a veranear daban un toque de exotismo a nuestras vidas, nos enamorábamos un poco de ellas, o al menos del soplo de aire nuevo que traían adosado.

Y en la playa, ahí era el sumun, nuestro horizonte se ampliaba a chavales y chavalas de Pilas, de Almonte, de Hinojos, hasta de la Palma del Condado. Todos dispuestos a exprimir ese tiempo de libertad y holganza. Los tractoristas, los pescadores eran nuestros nuevo héroes. Formábamos equipos, pandillas, tan efímeras como las chozas, pero igual de intensas mientras lo vivíamos.

Más adelante, lejos de todo esto, los veraneantes de mi niñez, de mi juventud temprana, se convertían en turistas, perfectos desconocidos, a los que nos une una relación aún más efímera, ocasional, cuando no inexistente. Compartimos un mismo espacio, una misma atracción, un mismo restaurante, unos metros cuadrados de playa, pero una escasa interacción, una comunicación funcional y utilitaria, carente de intercambio real de experiencias.

Esto se rompía cuando retornaba a Matalascañas, ya con la familia, los años que duró el paraíso de las chozas. Ahí reproducías  de manera automática  el modelo de la vida del pueblo, la proximidad , el compartir. Volvía a transformar las vacaciones en veraneo. Tus vecinos no eran turistas sino veraneantes.

Nada ha podido equipararse en mi percepción de los que es el disfrute del veraneo, con los años de Matalascañas. Las mañanas de rastrillo y volantín, a mariscar la coquina y pescar  el jurel. Las coquinas  recién cogidas, sólo rehogadas  con ajito y vino eran el aperitivo compartido con los vecinos. Las tardes de pesca muy cerca de la desembocadura del Guadalquivir, las cañas equipadas con las tanzas de acero para la anchova. El anochecer recogiendo la pesca, la candela en la playa, para brasear las anchovas, la cena comunitaria, yo pongo esto tú pones lo otro. Las bromas, el cante, el baile, el sueño profundo arrullado por el rumor del mar.

Algo de esa vida se reproducía en el camping. Cuando situabas la tienda para temporadas largas, el intercambio ocasional con personas de distinta procedencia, que se van sucediendo, enriquece, el inglés para aprobar de la Escuela Técnica se desentumece y agiliza, las perspectivas, los enfoques de la vida se amplían, y al final entre los naturales del país, a fuerza de tiempo, termina por hacerse comunidad, construirse grupos, cadenas de relaciones más estables, comportamiento de veraneantes. Relaciones sociales orientadas a lo lúdico, al disfrute de tiempo y espacio.

Sales de ese entorno y vuelves a ser un turista más, un consumidor ávido de la aventura enlatada, programada. Tienes que hacer esfuerzos para transformar vacaciones en veraneo y tus vecinos ocasionales, hoscos  o indiferentes individualistas, en veraneantes. A veces lo consigues, las menos. Pero siempre encuentras a alguien que busca lo mismo que tú, en el fondo todos esperamos que las vacaciones sean fuente extraordinaria de emociones y eso no pueden facilitarlo las instalaciones, las infraestructuras, es cosa de las personas. Hay que invertir esfuerzo personal en convertir al turista en veraneante.  Pero como ya me coge un tanto cansado, en viaje de vuelta, este año volveré a Caño Guerrero, donde aun flota en el ambiente el espíritu de Matalascañas, de los veraneantes de Matalascañas.


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