¿Carne o pescado?

Cuando asistes gozoso a las celebraciones familiares, bodas bautizos y comuniones, o a las convenciones lúdicas , casi siempre te encuentras ante la disyuntiva simplificadora, ausente de matices, forzada elección de opciones binarias a que te someten las visiones romas de la realidad a la hora de elegir plato. O la funcionalidad economicista de quienes gestionan los salones de bodas y celebraciones, o el mundo.

A quienes me ofrecen tan escaso abanico de posibilidades siempre les indico que soy mas de ensaladas, y entonces me miran estupefactos y despreciativos. No comprenden la heterodoxia alimentaria, que unas veces tiene su origen en la escasez primigenia de tus hábitos en el comer y otra en la elección consciente de prescindir o al menos moderar la ingesta de alimentos de origen animal en la dieta.

No critico a los enemigos de lo verde en la mesa, allá cada cual con sus preferencias, y cualquier fundamentalismo es nocivo por muy buenas pretensiones que lo animen, amen de que me parece  una verdad universal la expresión de que en la variedad está el gusto, pero reivindico el derecho de las ensaladas, los alimentos vegetales,  a situarse en pie de igualdad con los platos de carne o pescado de nuestra gastronomía.

Me ha costado transitar muchos años por la dieta convencional y sin imaginación, forzado por las costumbres mayoritarias y la lógica del mercado, para volver al modelo alimentario de mi niñez que en una actitud estúpida e inconsciente rechacé un tiempo, por aparecer en mi imaginario como una dieta asociada a la época de escasez de futuro que pretendía superar.

Así, arrastrado por los deseos de los demás he caminado desde el bistec con patatas hasta el esnobismo de la nueva  y alta cocina, de insatisfacción en insatisfacción, hasta encontrar mi sitio, de momento, en el predominio de lo verde en la mesa. Empeñado estoy en trasladar a los míos ese descubrimiento de lo de siempre, para contrarrestar unos hábitos alimentarios perjudiciales que yo mismo he permitido o contribuido a adquirir , con mi desidia simplificadora o deseos de modernidad vacía de sustancia.

Porque en el pasado me dejé convencer por quienes sostenían que los invariables  garbanzos de la "comía" en las cenas de mi niñez, acompañados por las ensaladas caldosas de lechuga, por las tiras de pimientos aliñados, por las cebolletas frescas, eran un despropósito alimentario propio del atraso de la vida rural, del profundo Sur donde nací y me crié. Así que hube de cambiar, virar a la insulsa pechuga de pollo, a la merluza a la plancha que te tomas como una medicina, para hacer viables las cenas ligeras de los urbanitas. Para terminar en el minimalismo de un yogourt industrial  "natural", endulzado con la perniciosa azúcar blanca refinada.

Que el mestizaje pueda ser enriquecedor no es una verdad absoluta y en la gastronomía tampoco. Como todo, depende si tomas los valores, las virtudes de cada persona, cosa o lugar, o por el contrario te dejas seducir por la asimilación ramplona de donde fueres haz lo que vieres.
Así quise apostar por lo moderno a base de propiciar en mi casa el abandono del cuchareo tradicional, las legumbres, los arroces caldosos, los potajes con berza y calabaza, y orientar mi dieta a las recetas facilonas donde los protagonistas son la carne o el pescado. Bajé de golpe un enorme listón en las exigencias culinarias y quien se encargaba de la cocina vio el cielo abierto, pues no necesitó esforzarse para resolver con imaginación su falta de experiencia, mas bien al contrario propicié que olvidara lo poco aprendido en casa sobre la cocina tradicional andaluza. Sólo de tarde en tarde había un chispazo de excelencia en la mesa, y como yo no reforzaba ni estimulaba el esfuerzo con mis comentarios motivadores, volvíamos pronto a la rutina. Como en tantos órdenes de la vida el paso del tiempo te muestra errores de bulto en el comportamiento diario que sólo puedes corregir con la experiencia.

Ahora para enderezar el rumbo de la nave, la deriva uniformadora de nuestros hábitos culinarios, he tenido que coger el timón, enfundarme el delantal y armado de la cuchara de palo combatir con denuedo contra la rutina de los menús semanales del sota, caballo y rey de la carne o pescado.
Eso en casa, cuando sales a comer fuera cuesta trabajo eludir esos platos.
Y no es que los desdeñe en una reivindicación vegana excluyente, sigo teniendo en gran aprecio a algunos platos de carne o pescado, o los acepto como un fielato por el que hemos  de pasar y pagar el tributo a las costumbres de masas.

Queda aun impregnado en mi memoria el sabor, el aroma de las sopas de carne, con liebre, con pato, con pollo, que hacía mi madre. Esas sopas de caldo oscuro y contundente, la carne de pollo de corral tersa y correosa que ahora rechazan como extraña, incomible, mis hijos y nietos. O los filetitos macerados, aliñados, especiados  que sabían a todo menos a carne. Tengo la sensación que en el Sur, o al menos en esta parte del Sur donde nací, no somos muy aficionados a la carne. Sólo hay que ver como nos gusta aliñarla y pasarla, la repugnancia que nos causan  por lo general las carnes poco hechas.



Me fui un día a comer al restaurante " El Duque", establecimiento ubicado en las perpendiculares a la milla de oro sevillana, carente de pretensiones pero muy concurrido por los profesionales de las Empresas de su entorno, y nos ofreció el chef, muy ufano, solomillo de carne de toro bravo procedente de la lidia  de esos días en la Maestranza. Mi compañero de mesa para epatar aceptó la sugerencia y pidió un solomillo "en su punto", pero al meterle el cuchillo de sierra sangraba como si el picador acabase de meterle la primera vara al morlaco. Tuvo el camarero que devolver el plato a la cocina tres o cuatro veces hasta que se presentó el chef con una fuente de espinacas. Como mi compañero de mesa no entendió el mensaje implícito tuvo el buen hombre que aclarárselo :

- Sea valiente y salga del armario, reconozca que no le gusta la carne, pero yo no estoy dispuesto a brasear hasta carbonizarlo un excelente solomillo de carne de toro.

A mi me divirtió el pundonor, la honestidad profesional del chef, pero mi colega cogió un mosqueo que pa qué mientras engullía abochornado, "abucharao" decía él en su modismo cordobés, las espinacas con garbanzos. Por cierto, las espinacas con garbanzos es unos de los platos de mi carta verde, que suelo reclamar cuando salgo a comer fuera. En el Mesón de Gato, en la carretera, camino asfaltado, vía paisajista, cada cual la defina como quiera, que se adentra en Doñana desde el límite de la Provincia de Sevilla, preparan este plato como para chillarles.


Y no alcanzo a aventurar cuanto hay de ideológico, de esfuerzo por borrar hábitos culinarios de nuestra etapa islámica, el rechazo que por aquí tenemos al cordero, a la carne de cordero. Poco cordero, casi ninguno se consume en este vértice de las tres provincias del occidente andaluz. Siempre te dirán que no gusta por el "chero", el aroma, el sabor especial de esta carne, pero yo creo que ahí hay algo atávico, de fórmula de evitar que nadie cuestiones tu pureza de sangre, la solidez de tu credo. No en vano cantara Fernando Villalón eso de "Marismas del Guadalquivir, donde se fueron los moros, que no se quisieron ir".
Al cerdo por contra hay una gran afición, quizás por lo mismo, para que quede claro de que parte de las religiones del Libro estamos.

A mí una y otra carne, si no hay mas remedio que comerla se come, pero sin entusiasmo, y si puede ser sin protagonismo. No me pirro por el secreto, la pluma o la presa del ibérico. Alegra mi paladar la carrillera o carrillada en salsa. Prefiero el estofado, donde la carne se pierde entre papas y zanahoria, o el arroz, mucho arroz con pato del Estero en Isla Mayor.



Y me entró bien, con alegría del paladar, el rabo de toro con arroz meloso que me ofrecieron hace unos días en Alcalá de Guadaira.




Descubrí en la Manga los arroces murcianos, con verduras y al caldero, y son muchas las veces que me empeño en cocinarlos en cazuelas de barro "ad hoc" o en peroles renegridos.
Y no son pocos los guisos de "arroz en valencia" que decía mi madre, que preparo cuando hay prisa y no puede uno deleitarse con la parsimonia que requieren los platos anteriores.





El pescado es para mí como la medicina, como el purgante que tomaba de niño, algo que es molesto pero necesario para depurar el cuerpo. Y el pescado azul, tan recomendado últimamente por su omega 3, ese es que ya no me sienta bien, le tengo intolerancia. Curiosa, pero intolerancia al fin y al cabo, sólo lo admito en forma de conserva, el lomo y la ventresca de atún para las ensaladas. Algo hará el aceite de oliva que contrarresta el agente que me provoca la intolerancia.
Sin embargo me es más liviano, hace llevadera la necesidad de ingesta de pescado, cuando se trata de lubinas a la sal, las corvinas a la marinera, la anchova a la espalda, el mero empanado, ahora se dice en tempura, los pescados de roca como la urta a la roteña o el gallo pedro de Garrucha o de la propia Almería capital.






Pero lo que excita de verdad mis papilas gustativas son las ensaladas, las variedades de ensaladas, las ensaladas que tienen de todo. El contraste de sabores de los quesos curados, los frutos secos con la cebolla de amposta, las lechugas romanillas, las endivias es lo que me hace disfrutar realmente de la mesa. Y maridar las ensaladas con vinos blancos, los mostos ligeros, la manzanilla en rama. Y empujarlas con "regañás", las finas y crujientes tortas de pan.
No te digo ná  del potaje de garbanzos con "tronchos" o acelgas, para después convertir los excedentes en la "ropa vieja", el potaje de garbanzos refrito con unos ajitos. O las habichuela cocidas y aliñadas en sutil vinagreta, los guisantes con una pizca de choco, los alcauciles o alcachofas rellenos, las papas con espárragos silvestres.





Y brasear la verduras, las hortalizas recién cogidas de la huerta, el inigualable sabor de estas verduras cocinadas sin artificio alguno. El cambio de sabores que induce el paso de las verduras por las brasas de encina, de olivo, es especialmente singular con los espárragos verdes, el calabacín, las cebolletas babosas. Y un capítulo aparte se merecen las berenjenas rebozadas en suave tempura, en aceite muy caliente y armeladas con miel de caña, o de cualquiera otra miel.
Alguien me apuntó y he ensayado este verano con el carpaccio de calabacín blanco, exquisito. Pero el culmen de la mesa está para mí en los gazpachos, de cualquier variedad o consistencia. El "sopeao" de estas tierras bajas, la "porra" antequerana, el "salmorejo" cordobés, una delicatessen son los palitos de calabacín en tempura con salmorejo, o los ajobláncos serranos con su almendra machacada.










Se salva de este universo verde que excita mis jugos gástricos con sólo escribir sobre ello, el marisco, el jamón y la mojama. Los mariscos porque no son carne ni pescado y tanto el jamón como la mojama, porque tras la curación en sal y el tiempo al aire puro cambian de estado, dejan de ser carne o pescado para transmutarse a estadíos superiores de la cadena alimenticia.
Y que decir de la alta cocina, cuando he hecho algunas incursiones en ese prohibitivo segmento del yantar, los resultados no han estado a la altura del precio y las expectativas y el apetito ha quedado insatisfecho. Tengo todavía presente cuando hace unos años, para agasajarnos a cuenta de unos excelentes resultados de gestión , nos invitaron a degustaciones de la cocina de Ferrán Adría en el Casino de Madrid, una tortilla en copa, una extraña combinación en la que intervenía la fresa y un microscópico tournedó con no se cuantas cosas exóticas, y el resultado fue que los más impulsivos de los comensales que nos reunimos terminaron por arrastrarnos a la Plaza Mayor a por unos bocatas de calamares. Que chasco y que chusco.

En fin carne o pescado cuando toca, sin alborozo, verde todo lo que quieras, nada de opciones duales, que la vida nos ofrece todo un arco iris de posibilidades.




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