De las brisas del Atlántico al olor de la leña.

Puede que no sea privativo de quienes nacimos en este vértice donde se abrazan Mediterráneo y Atlántico, igual es común a toda la especie humana, pero hay que ver el influjo que ejercen en nosotros el mar y el fuego. Puedes llevarte horas y horas contemplando el mar, en silencio, y las sensaciones se acumulan llenas de energías positivas.







Pues otro tanto sucede con el fuego de una chimenea, que genera placenteras sensaciones de equilibrio y de serenidad, que potencian como el vino la amistad y el deseo de compartir felicidad.





El verano suave y el otoño tórrido de este año que se acaba, han dado paso a los primeros fríos invernales, los vientos traen el birují  que corta el cutis y abandonamos precipitadamente las terrazas al aire libre para refugiarnos en los salones con chimenea. En las calles de nuestros pueblos flota el inconfundible olor a la leña,  que activa el recuerdo al sabor de las castañas asadas, al tostón con sardinas dorado al amor del borrajo, al mosto nuevo y las aceitunas en salmuera.




Estos ingredientes son el maná que alimenta a las congregaciones de amigos, a las familias reunidas en torno a las chimeneas de las casas de campo, en las fiestas, en los fines de semana. Permanecía aun en el aire el aroma de la vendimia, de la pisa del lagar, del vino joven madurando en las botas, de las moscas golosas remoloneando, y los aguaceros, los vientos fríos que traen los temporales las han alejado hasta el año que viene. Pasamos de un día a otro, sin transito ni adaptación, de las ligeras camisas, los polos de manga corta, a los jerseys de lana, a los abrigos de paño, los anoraks y las parcas. Este apreciable cambio en el comportamiento de las estaciones ha dejado en desuso el vestuario que denominábamos de "entretiempo". Porque pareciera que, al menos por  aquí, se han acabado los "entretiempos" que nos traían el otoño y la primavera. El tiempo de verano se ha prolongado este año hasta los primeros días de Diciembre. A lo largo del otoño hemos alcanzado temperaturas veraniegas rondando los treinta grados, y puede que a mitad de Febrero del próximo año reaparezcan. Pero nos queda el interregno de nuestro relativo y breve invierno que nos trae los momentos lúdicos en torno al fuego de las chimeneas y a los yantares que lo acompañan.

El tostón de pan prieto. Hacer un buen tostón tiene una liturgia construida de paciencia y disfrute por las cosas sencillas que nos ofrece la vida. Requiere que el fuego haya consumido  el vigor de la leña, crepitando con violencia en el culmen de su energía calorífera, para amansarla en el otoño de brasas encanecidas por la ceniza. La decadencia del fuego dora lentamente el pan, de fuera a dentro, dejándolo crujiente a la vez que esponjoso. Los cortes, las calas de paralelas cruzadas que le hemos practicado previamente facilitan el dorado del pan y le dan al círculo del tostón la geometría del Plan Cerdá, emergiendo cuadrados o rombos, según el sentido de las rectas que guste a cada cual.

Hemos de estar atentos, vigilantes de no pasarnos en el tueste, el dorado ha de estar en su punto justo antes de que el exceso de calor lo mute al marrón oscuro del pan quemado.

De esta guisa colocamos  el tostón en un plato llano, o en un trozo de papel de estraza y lo empapamos de aceite de oliva virgen, con mesura para evitar que esté demasiado untuoso. Mejor los aceites afrutados que no tengan demasiada acidez, unos 0,4 º  como máximo , para evitar que resulte amargo al gusto.

Al tostón empapado en aceite le restregaremos un buen ajo crudo, si es castaño mejor, y una pizca de sal. Ya está preparado para acompañarlo de sardinas o caballas, asadas o en conserva. Hay quien, como es mi caso, dada la intolerancia a las sardinas, lo acompaña de bacalao en salazón al que hemos dado vuelta y vuelta en las brasas. El culmen del sibaritismo en esto del tostón es acompañarlo de gambas a la plancha, exótico pero exquisito.

Marida este contundente plato con chimenea y frío en la calle  y con el mosto nuevo de nuestras uvas garrías y zalemas, que previamente habremos catado en la vieja bodega para elegir de la mejor bota o bocoy, y desde luego con las aceitunas gordales en salmuera, o con la manzanillas partías y aliñás, o cocidas. O con las tres a la vez, que es mas segura la satisfacción del paladar.










Este año me he empeñado en preparar las aceitunas según las tres modalidades que comento. Las "partías" o machacadas, endulzadas con muchas aguas y encurtidas en vinagre, con ajo y comino, son bastante perecederas. De mucha mayor duración son las preparadas en salmuera, mediante una solución al 10% aproximado de sal en la que han de permanecer al menos 45 días para empezar a comerlas, después se pueden aliñar al gusto o dejarlas tal cual su sabor. Las cocidas, en una solución de sosa caústica en un % semejante a la comentada para la salmuera, en la que permaneceran las horas necesarias para su cocimiento. Hay que estar pendiente de la evolución de ese cocimiento mediante calas, de forma que cuando falte  1mm para  que el avance del cocido de la pulpa llegue al hueso retiremos las aceitunas de la sosa caústica, les daremos bastantes lavados hasta que el agua no se tiña del siena tostada de los restos de caústica y alpechín. Después las guardaremos en sus vasijas para el consumo en la salmuera preparada según el 10% indicado. No requieren de más aliño, pero hay quien unos días antes de comerlas las prepara con vinagre, ajitos picados e incluso un toque de pimentón.
 
La austeridad del tostón no merma su exquisitez, capaz de dar satisfacción a los paladares más exigentes, en tanto no estén condicionados por el esnobismo de identificar el placer de la mesa con el minimalismo a precios astronómicos de los restaurantes de culto.

Requiere el disfrute de este plato de un estado de ánimo libre del equipaje de la etiqueta, hay que poner el acompañamiento encima del tostón, e ir cortando trozos con las manos, pringándose bien pulgar e índice de la mano derecha, o la izquierda para los zurdos, con el ungüento bendito de la picual, hojiblanca, arbequina, zorzaleña o cualquiera que fuese su madre aceituna.

Trago va, trago viene, pellizco va pellizco viene, broma va broma viene, al amor del fuego, que terminado los tostones habremos alimentado de nuevo con leña de olivo, de encina, de naranjo, de pino, de eucalipto, la que haya, menos la de higuera o la de alcornoque, malas para encender que humean mucho y calientan poco. Cada leña tiene su personalidad.

La encina arde bien, no huele, tiene buen poder calorífero  que mantiene en toda la combustión y es duradera,  pero es escasa y cara.



El olivo se asemeja a la encina, tiene el poder calorífero más concentrado en el pico de más llama, después decae notablemente aunque es relativamente duradera. Desprende un olor especial que puede resultar agradable o un punto molesto según la intensidad y puede humear bastante si está algo húmeda, hasta que prende bien. Es de la mas accesible por estas latitudes, dada la practica de poda agresiva en el esmarojo bianual.




El pino arde muy bien, el olor de la resina perfuma el entorno de la chimenea, tiene un alto poder calorífero pero es poco duradera.



El eucalipto depende, no es lo mismo el eucalipto negro que el blanco. El negro se asemeja a las propiedades de encina y olivo, en tanto que el blanco a la del pino, aunque es más volátil y de menor poder calorífero. También se da esa semejanza en el olor que desprenden en la combustión, aunque no llegue el blanco a perfumar como el pino.




Pues fuere cual fuere la leña, la chimenea y el tostón son caldo de cultivo para que la sobremesa propicie los cantes. Si hay una guitarra mucho mejor, siempre hay una guitarra, o dos, en estas reuniones. Si no la hay, a capela, que hay por aquí muchos cantes que se dicen bien a capela.

El fandango, los fandangos, pues se cuentan cerca de cien tipos de fandangos entre estilos locales y de autor, sin más acompañamiento que los nudillos marcando el ritmo en la mesa o mostrador. Es como mejor suenan los fandangos.






































Las sevillanas que sólo requieren del compás de palmas, la bulería otro tanto, y ahí vamos a dejarlo, porque otros cantes sin acompañamiento, los cantes de fragua, son para sibaritas del flamenco con los oídos hechos a esas cadencias. Se salvan las soleas de Triana, que pueden defenderse sin guitarra si hay aguardiente en la voz y pecho pa empujá.


















Así que como decía mi tío abuelo Pepe,  deja que haga frío y que llueva si yo tengo pan y cueva. Salón con chimenea, leña en el almacén, pan prieto y aceitunas. Y sobre todo amigos para compartirlos.

No te digo ná si son como Antonio, al que nadie conoce por su nombre sino por su apodo de la época rokcanrolera, que se pone un delantal y en un momento improvisa un arroz con conejo, con pato, o con zorzales, o una sopa de liebre, que guisa mientras canta por Mercé, y parece que es el condimento que le da el punto que ya quisieran afamados restaurantes.







O el Pepe, a quien nadie quiere decirle el apodo porque sin ser malsonante o escatológico  puede arañar su autoestima. Pepe que conoce como nadie los secretos de la Marisma, del Coto, y aparece provisto de las mejores cabrillas, los caracoles morunos que viven en los armajos, guisadas en su salsa espesa y picante, o las criadillas, las pequeñas papas salvajes, los tubérculos tan difíciles de encontrar como trufas, revueltas con huevo o guisadas al estilo de los espárragos trigueros.










Pues sí, en los domingos fríos y lluviosos de nuestro corto invierno se dan momentos vitales que igualan o  superan con creces a los atardeceres rojizos, las puestas del sol del verano frente a las playas  andaluzas del Atlántico.




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