Luces del otoño
Cada mañana veo amanecer al otoño tras el ventanal de la biblioteca del piso alto. Es un rito a veces alterado por las vicisitudes e imprevistos, los imponderables que acontecen en la vida del jubilado, expuesto siempre a las veleidades y requerimientos de los tuyos, que con aquello de que tienes tiempo te expropian el uso del mismo sin demasiadas contemplaciones.
Pero me resisto a esa tiranía atrincherado en las gozosas rutinas, en los hábitos cotidianos que nadie más que tú te impones, en el moderado ejercicio de la libertad sin estridencias, pero libertad a la postre, ganada a fuerza de años de sometimientos distintos.
Uno de esos ritos es levantarme cada día al amanecer, para ver salir el sol mientras disfruto del parco desayuno de te rojo con tostadas de pan de pueblo, pan prieto decimos por aquí, rociadas de aceite de las variedades comarcales, y a veces, según ganas, con el completo de jamón y tomate soñando con los molletes del Horno San Buenaventura .
Aquí, la luz de los amaneceres del otoño se deja caer tibia sobre los olivares.
Hace esgrima entre las masas forestales de Doñana .
En tanto el desayuno mengua, el día va creciendo con el sol envalentonándose entre las brumas matinales, y llega la hora del reveso de la mañana en el campo.
Me reciben los brotes del centeno, de la avena, que serán heno para el ganado en la cosecha de la primavera alta. Sembrados tras las primeras aguas de la "otoñá" está pidiendo que lloren de nuevo las nubes grises, para crecer con energía y desafiar los vientos de enero sin miedo a las parcas heladas.
Cumplida con la tierra la obligación de labrar, abonar y alomar, he sembrado directamente a suelo habas aguadulce y guisantes linconl, y mediante plantas de almácigas brócolis, cogollos de Tudela, romanillas, lechugas y cebollas moradas, cebollas nube. Ahora que se abran los cielos con moderación, pero por si acaso la frívola climatología decide negarnos el agua de arriba, he tirado las gomas de goteo para regar con el agua de abajo.
Una vueltecita a comprobar como maduran al tibio sol las naranjas nável de invierno.
La melodía en bronce del Angelus me recuerda que este mediodía tengo sendos encuentros a occidente y oriente de nuestras dehesas.
El primer encuentro me lleva a caminar por la ribera del arroyo de Gatos, amparado de esta luz primaveral que distorsiona el ciclo de los álamos, por el follaje que se resiste a desprenderse de las ramas.
Resuelto con un apretón de manos el trato que me trae a este paraje, retorno al cruce de caminos deteniendo la mirada en la alfombra verde de la dehesa, en sus sombras y luces intensas, en el ganado que pasta en libertad bajo los alcornoques.
Las vacas, las cabras, el toro charolés que pasea su reinado por este territorio , me dedican un rumiante adiós indiferente mientras la ruta me lleva al cruce de caminos.
Voy al nuevo encuentro por las sendas que buscan el mar, el viejo camino del puerto, el cerro de conchas que dicen fue ribera tartésica del Ligustino, me permite una sosegada mirada al pueblo, bañado de la luz suavemente intensa de estos días.
Vigila mis pasos el viejo tronco del eucalipto centenario testigo de tantos caminos en la búsqueda de la Madre.
Este sendero me lleva hasta las puertas de la Raya, atraído por el imán de los días de Mayo. Pero aunque lo pareciera no es el otoño primavera, contengo mi caminar telúrico, los impulsos de la sangre heredada, girando hacia el consciente de los asuntos mundanos que me traen por estos pagos.
Un respiro bajo las ramas de los eucaliptos de auras vibrantes, que evocan sones de gaita, efluvios de gambas y manzanilla en rama de las primeras paradas.
Me espera la marisma engañosa del frutal que oculta el horizonte inmenso.
La línea de media tensión, el duro metal convertido en acogedora pajarera, los nidos de las cigueñas, ¿donde está la puñetera diéresis en este teclado?, me llevan hasta el cortijo del mismo nombre, testigo de los sueños de gloria torera de mi infancia.
Pero hoy mi interés no está en los toros, sino en los caballos, las yeguas que pacen distendidas y despreocupadas por el porvenir en medio de la abundancia de la hierba fresca.
Me acerco sigiloso para no alterar la simbiosis, la escultórica figura de la garceta sobre la yegua alazana.
Nuestra inoportuna presencia rompe el armónico dueto entre especies, visto está lo visto y hay que retornar al pueblo. Los tractores preparan la tierra, los limos feraces que acogerán las sandias y melones de los matos.
Antes de que el efluvio de los pucheros me atraiga sin remedio hasta la mesa, quiero ver a un testigo incuestionable de la merma en el nivel freático, la ausencia de las aguas someras de otros otoños.
Pero por esas senda la luz me distrae jugando al escondite entre el pinar.
Llego a la laguna, sin agua ni revoloteo de las aves que concita su existencia. Bajo los juncos, los carrizales secos, esperarán ansiosos los crustáceos endémicos a que las lluvias sean las que tienen que ser, para que puedan cumplir su misión en la cadena trófica.
Un poco descorazonado por la evidencia de nuestros desatinos, los cambios a peor en los ciclos naturales, tan apreciables ya en la corta existencia que tiene una vida humana, vuelvo al abrigo de la teja, la pared encalada, no sin antes hacer una parada, una más, para considerar, a la vista de los cambios que introducimos en la difusa frontera entre núcleo urbano y naturaleza, una autocrítica sobre la distancia que media entre teoría y praxis en cada uno de nosotros.
Veo el paisaje modificado por aquel proyecto de regeneración de la zona de las cañadas en que anduve implicado, donde intentamos recuperar para el disfrute el deteriorado límite, el tránsito desgarrado entre lo urbano y la naturaleza que se había creado en los años de lucha suicida e inconsciente contra el privilegiado entorno en que estamos inmersos, por una absurda concepción del progreso. Con el paso de algunos años desde aquellos afanes, veo las consecuencias de nuestras buenas intenciones con la distancia pero interés con que ve uno el devenir de las vidas de los hijos emancipados, y autocomplaciente le cuento a quien me acompaña cuales eran nuestros anhelos de entonces.
Tras este periplo en pos de las luces del día, la comida da paso a la breve pero imprescindible siesta de la sobremesa, la tarde cae sin que casi te des cuenta, toca el segundo reveso en el campo, el pienso al ganado. Y en ello me coge la caída del sol entre los olivares, que disipan la luz del día de otoño como si ésta quisiera permanecer eternamente entre nosotros.
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