Ascendientes
Sucede que cuando percibimos con crudeza la realidad de hacia donde vamos, aparece, a veces, la inquietud, la curiosidad por nuestro origen, por saber de donde venimos.
Y en estos días en que hemos congregado a una de las ramas de la familia, para hacer sinergia con la que sobrellevar el duelo por la ausencia del último baluarte de la generación que nos precede, he echado de menos en las paredes de la casa el árbol genealógico que le preparó uno de sus nietos.
Quizá fuera un mecanismo del subconsciente para desviar el dolor de la pérdida, de la confusión que producen las ceremonias sociales de la despedida, pues nunca estuve demasiado interesado en conocer a los ancestros con los que no conviví, siempre he tenido bastante con haber compartido una parte de la vida con quienes sí conviví.
Pero hoy he mirado de una forma diferente los retratos de mis padres, de mis abuelos, que un día trasladé al lienzo en un ejercicio pictórico, en un homenaje íntimo a su recuerdo, como un exorcismo para propiciar que permanezca en la memoria de las nuevas generaciones.
Porque compruebo cuan pronto se ha desvanecido la imagen de quienes les precedieron en el origen de nuestras familias.
En este súbito interés por quienes nos precedieron y no conocí me pregunto ¿ Cuanto habrá en nuestro ADN de los pueblos que habitaron la riberas del Lago Ligustino?
De los pueblos que escribían sus runas en piedra, en los tiempos donde no habían Dioses sino Diosas.
Que teñían con los murex brandaris , vulgo "cañaillas", la púrpura que llegara hasta la corte del Rey Salomón.
¿Habrá en nuestros genes algún rastro de los romanos que construyeron la Bética? O quizás nunca consiguieron domeñar a quienes vivían en nuestros bosques y marismas y les surtían de los caballos, los toros, que desde siempre han pastado en estas llanuras regadas por aguas someras.
Como probablemente fuimos frontera bizantina ante los godos de Leovigildo. Lo bastante porosa como para que en los rasgos de nuestra familia destaque de cuando en cuando el germánico azul verdoso en la mirada.
No hay duda del origen africano, quizás bereber de los barrios o alquerías de Harat-Algema, de Beni-Moslema del milenio islámico , de la aportación genética que resalta en el moreno de nuestra piel olivácea, de la melanina acumulada que hace intenso el oscuro en cuanto nos da un poco el sol. O da un sesgo oriental al negro, a la miel de los ojos de nuestras mujeres.
O puede que pesen mucho más los rasgos genéticos que provengan de los monteros reales, guardia de Alfonso X el Sabio que aquí se asentaron. De los almocadenes, los almogávares, las huestes de Iñigo López de Horozco, de Fernando de Ponthieu , o de quienes formasen el servicio de los caballeros de la Orden de Santiago, a quienes se encargó la encomienda de estos lares.
Soldada, siervos o campesinos, seguro, pues de lo contrario luciríamos blasones en nuestros escudos de armas.
Al fin y al cabo los apellidos que se mantienen no pueden ser más genéricos del patronímico castellano, difícil de seguir pista alguna por ahí, en tanto se ha perdido en un par de generaciones el apellido Endrina de la abuela paterna, que pudiese ser hilo por donde llegar a la madeja de nuestro origen.
Para saber ¿Que?. Que estamos aquí desde que los humanos vinieron desde África cruzando el Estrecho. Que nuestros ancestros formaron parte de la civilización que desde este valle pudo extender su saberes por toda Europa, o que quizás vinieron en alguna de las siguientes oleadas migratorias que conquistaron esta tierra, para terminar siendo conquistando por ella.
Pero sin duda vieron pasar a los Zúñiga, a los Montpensier, a los Orleans, por el Palacio o mejor casa de campo, que nunca fue castillo ni tuvo muralla.
Que rezaron junto a los franciscanos del Convento de Santa María de Gracia, defensores a ultranza del dogma de la Inmaculada, y que quizás captaron al halo de misterio que envolvía a los "alumbrados" que probablemente paseaban su mística por nuestras calles.
Y que cada primavera, a lo largo de los siglos, se adentraron en Doñana peregrinando por las arenas doradas en búsqueda de la Gracia que derrama la Madre por Pentecostés.
Siempre hombres libres, pelearon el sustento a lo largo de sus vidas de austeridad, en medio de la feracidad de esta tierra, labrando los campos de olivar, viña y trigo, cuidando el ganado, las yuntas, las yeguas de vientre y los potros que nacían en la marisma. O escanciando mosto y preparando café de puchero en la taberna, hasta que nuestra generación accedió a la educación, se formó en escuelas y universidades, abandonó el campo y se lanzó a la diáspora en busca de una supuesta vida mejor. Algunos hemos vuelto en el otoño de nuestras vidas, a reencontrarnos con la energía telúrica que nos une a esta llanura, otros vuelven casi siempre en primavera, como las golondrinas a las cornisas de nuestros tejados árabes, las cigüeñas a nuestra torre vigía, a las palmeras centenarias, y las aguas de la lluvia a los arroyos, a los brazos que mueren en el Guadiamar, el Guadalquivir, o alimentan a la marisma, a sus ojos y lucios.
Todos quisiéramos descansar aquí cuando se agote nuestro ciclo, como lo ha hecho la abuela hace unos días, con casi un siglo y en pleno estado de lucidez, dejando su legado genético en el interés y las habilidades para la música que percibo en sus nietos, en sus bisnietos. El más pequeños de mis nietos, con quince meses, se activa como con un resorte en cuanto escucha alguna melodía y golpetea al compás cualquier cosa que pueda servirle como caja de ritmos, o se mueve en un curioso baile que sigue la armonía.
Así que de nuestros ancestros me interesa más que hicieron que quienes fueron, y que nos dejaran esta tierra mágica, en armonía con ella sin agotarla hasta la extenuación, para que pueda ser ahora disfrute de las nuevas generaciones de todo el mundo, reserva de las especies domésticas y salvajes que convivieron con nosotros a lo largo de los tiempos. Y lo hicieron manteniendo las tradiciones que merece la pena conservar, los valores de la hermandad, el placer de saborear las pequeñas cosas de un tiempo a paso lento, que hemos de intentar trasladar a nuestros descendientes de la manera mas auténtica posible.
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