La memoria de la nieve

El comportamiento del tiempo en los últimos años, las transformaciones en las pautas de la naturaleza por estas tierras, nos hacían entender que se consolidaba la tendencia a un cambio climático que nos situaría en pocas décadas en las proximidades del trópico, o lo que es peor, en el avance del desierto.

Y ahora, en este enero de 2017, aunque es posible que la tendencia del calentamiento global continúe,   llega la contradictoria ola de frío siberiano y se podría dar la circunstancia que nevase hasta en cotas bajas del valle del Guadalquivir.
Es tan extraordinario que nieve por aquí que aun se recuerda como referente lo del "año de la nevá" de los 50.

La nieve, las nevadas, tienen el efecto de afianzar en mi memoria los recuerdos, me son más fáciles de recuperar cuando recurro a las imágenes de paisajes adornados por el blanco impoluto, por las albas alas de la nieve. Quizás por lo excepcional de estos paisajes nevados entre todos los que ha captado mi retina a lo largo de tantos años, o porque coinciden con momentos muy importantes , señalados, de mi relato personal.

Han quedado indelebles en mi memoria de niño de poco más de tres años las imágenes de la nevada del 54, el "año de la nevá".



Me recuerdo vestido del abrigo de espiguilla, cubierto con una gorra de pana de orejeras, calzado con las botas cortas del Gorila,  enfundadas las manos en guantes de lana gris, de la mano de mi padre camino del solar donde mi abuelo materno tenia las cuadras.

El surco de la nieve pisoteada por el borde de las calle, de tierra y carentes de acera la mayor parte de ellas entonces, la techumbre de enea de los establos cubierta de un denso manto de algodón, los bueyes echados emitiendo un denso vaho, muy parecido al que exhalaba  el inmenso montón de estiércol  que ocupaba los laterales de las cuadras, donde recuerdo a los caballos moviéndose inquietos, seguramente por lo insólito del fenómeno que contemplaban.

Mis tíos se afanaban en rellenar los pesebres del grano y el heno de los piensos, y los recuerdo gozosos y agitados, como críos, más alborozados que yo, que sin duda estaría lleno de asombro y curiosidad por todo lo que estaba sucediendo.

Puede que la imagen de las palmeras de la plaza de España, en aquella época con poco más de dos metros de fuste, sea un recuerdo creado en la memoria a través de los relatos posteriores de esos días mágicos. Pero en cuanto conocí el título de la película "Palmeras en la nieve" estrenada el año pasado, mi memoria hizo flashback y vi las anchas palmas wasintonias  humilladas del peso de la nieve, y los niños agitándolas desde los porches de la Iglesia para hacer caer los copos al suelo y utilizarlo como munición de juego.

Aun tengo la imagen de mi padre, es de las pocas que un perduran nítidamente en mi memoria, risueño, con un rubor sonrosado en las mejillas, intentando hacerme partícipe del jolgorio general que trajo la inesperada nevada, mientras yo permanecía  paralizado, absorto en el espectáculo.

Aun cuando el resto de recuerdos de mi infancia están lógicamente difuminados por el transcurso de los años y las vivencias, el día de la nevá del 54  sigue grabado a fuego en mi memoria casi con la misma fuerza que las nevadas más recientes.

Debieron pasar más de veinte años para que mi encuentro con la nieve dejase nuevas improntas en mi memoria, las nieves de los demás  años fueron meros apuntes sin definición ni especial importancia, bien por contemplarla únicamente a través de las pantallas del cine o la televisión, por lo somero de su presencia en las calles, o por no estar asociada a vivencias reseñables en mi relato personal.

Un nuevo hito marcaron las nieves del 76 en Barcelona, coincidiendo con los momentos álgidos del fin de la Dictadura y mi implicación en ellos desde la trinchera sindical.






Cayó una importante nevada en la ciudad los días en que mi hermano, recién licenciado del ejército, recorrió más de mil kilómetros desde el suroeste al noroeste para visitarme acompañado de Mamá. Lo recibió el espectáculo de la nieve, inédito para él, pues en la del 54 en nuestro pueblo era demasiado pequeño para percibirla. Y salimos a la calle como niños mientras caían los copos impolutos, que rápidamente se volvían una masa grisácea al contacto con el asfalto, y los vehículos pasaban sobre ellos como un trillo en las eras sobre las parvas de trigo.

No nos amilanó el horizonte siberiano de la Avenida de Prim tras la caída de la tarde, cuando salimos a ejercer el liviano y accesible acto de oposición que significaba en aquel tiempo leer Cambio 16.
La nevada había afectado el suministro eléctrico en la barriada de la Paz, donde se ubicaba la librería, y llevarnos la revista a la luz de las velas le daba a la escena el regusto de los últimos jirones de la clandestinidad que empezábamos a abandonar.

Ese año desarrollaba la actividad profesional por el Bagés y a mi equipo le tocó bregarse en las inclemencias de las nieves de sus pueblos más altos. Hacer frente a las actividades programadas en Castellar de Nugh, cuando resultaba difícil hasta caminar por sus calles.







Dotar de sistemas de comunicación a Sant Jordi de Cercs, pueblo de nueva planta que iba a sustituir a San Salvador de la Vedella, destinado a perecer bajo las aguas del pantano de la Baells.




La nieve nos caía copiosa sobre los hombros, e iba subiendo el espesor hasta casi las rodillas, mientras con ciertas dosis de heroísmo impostado trabajábamos bajo la ventisca. El bucolismo de la escena no fue capaz de ocultar el lamento por el hogar perdido, la melancolía de los vecinos de San Salvador al abandonar su pueblo de nobles piedras, sin duda más incómodo que las viviendas de nueva planta que les esperaban en San Jordi, pero pleno del eco de la historia personal de cada uno de sus habitantes, de sus ancestros, que pronto perecería irremisiblemente ahogada por las funcionales agua de la presa.



Aun se cuajaba la nieve en Manresa, en la carretera desde Manresa a Barcelona, cuando volvíamos de la comisión de servicios, y circulábamos, despacio, como toros tras los cabestros, pegados a un camión que nos hiciese de singular quitanieves.
Más bien como toros abochornados arañando la tierra y lanzando bufidos contra sus congéneres, pues en los tiempos de lucha heroicidades y traiciones florecen por igual y unos cuantos quedamos aislados en el Bagés, no por las nieves precisamente sino por la desbandada de los compañeros de movilización, lo que nos hizo más visible a los francotiradores de la represalia. Así que dejamos las nieves con el corazón helado. Pero esta parte del relato resultó al final insignificante e incluso enriquecedora y en nada desmerece el aura, la energía positiva de mis contactos con la nieve al por mayor.



Después de un par de años volvimos desde la montaña al valle, y no hubieron grandes nevadas ni historias asociadas que recordar especialmente, si no hablamos de la nieve que pusieron para enfriar las botellas de cava con que celebrar el cantado triunfo de Joan Raventós en la primavera del 80, que resultó un gran fiasco y evidenció la dualidad del comportamiento del electorado y la preeminencia de la cultura de los botiguers en Catalunya.

No nevó, pero si se nos  volvió a helar el corazón en Febrero del 81 con la pesadilla que estuvo en un tris de hacernos despertar de nuevo en los años de plomo.

En el 83 volvimos al Sur y la nieve ni estaba ni se la esperaba en nuestras vidas cotidianas. Pero quiso el destino que un día que debía realizar una evaluación sobre una singular establecimiento hotelero de vacaciones para empleados que tenía la Empresa en el complejo Isdave de Estepona, siguiendo las indicaciones del camino más corto eligiese el de la serranía de Ronda y me encontré de nuevo con la nieve, más bien aguanieve somera y sobrellevable en si, pero con mucho peligro en el trazado sinuoso y ondulante mientras atravesaba la serranía de Ronda, y al GS que conducía en ese tiempo le dio por sufrir una incordiante avería en lo más alto, haciéndome sufrir las duquelas negras del anochecer y la madrugada, en medio de una  inmensa oscuridad con fantasmas de lobo, sin una luz fija o móvil  en el horizonte que llenase la retina de esperanza, hasta llegar a trompicones  cerca del amanecer a avistar la iridiscencia del alumbrado de San Pedro de Alcantara, como imagino que vería Rodrigo de Tríana los perfiles de Guanahani el 3 de Agosto de 1492.

Una década en el  extremo más al suroeste del país, y lo más parecido a la nieve que veía cada día eran las salinas que divisaba desde el puente sifón de Santa Eulalia cuando cruzaba la bahía.




Hasta que volví a la sombra del verso de Al Mutamid con nuevas responsabilidades profesionales sobre el extenso Sur y de nuevo la nieve.
Menos pasmo de soledad de la noche perra en la montaña, pero más contundencia en la fuerza del fenómeno meteorológico, su capacidad para hacernos disfrutar de un parón gozoso en nuestras rutinas, sin padecer la mala conciencia de la holganza voluntaria, el atasco que sufrí años más tarde,  casi al filo del nuevo siglo, cuando intentaba volver desde Almería por Granada y encallé en el Puerto de la Mora en la primera y copiosa nevada de la temporada. 





Tras una  suave frenada y patinaje con escaso control hasta el borde de la carretera, esta vez viajaba a bordo de un Montero, la fortuna me dejó a cuatro pasos de un establecimiento hostelero de salón con chimenea donde calentar y secar el cuero de los escarchados zapatos y cocina de sustancioso choto con ajos en el menú, con que esperar pacientemente que despejaran la carretera. 




Aun tuve horas de luz en el retorno a casa como para compensarme con piononos de la cafetería Ysla de Santa Fe, con que mantener la indisgestión del cabrito sin solución de continuidad hasta el parco yogur de la cena.



Otros cuantos años sin noticias directa de la nieve y sus avatares inducidos en mi vida, hasta que en el limbo de la prejubilación le da a uno por hacer viajes de fines de semana largo y en Noviembre de 2005 fuimos a Avila, de viajeros consortes de la activa Asociación de la Mujer  de la villa donde nací y he vuelto a vivir. Allí nos alojamos en el Palacio de los Veladas, que destila en sus muros la Historia, y de la Historia iba sustancialmente la visita. 





Volvíamos del Madrigal de las Altas Torres, tras visitar las estancias donde naciera la reina Isabel la Católica.



El horizonte gris irregular de la ida, con sus vuelos intuidos de las avutardas en la llanura de la Meseta, se volvió denso y uniforme a la vuelta, la temperatura descendió hasta los -2 ºC y noté en el aire el olor de la nieve. 





Pero no, esa noche nos acostamos sin novedad tras trasegar con deleite un par de Barcelós añejos  en la amigable conversación de la sobremesa, con un ojo avizor como las liebres, esperando las picardías de los bromistas del grupo, cuando apuntando el día me asomo al pasillo que da al lucernario del salón de desayunos y veo que la cúpula acristalada tiene un manto de nieve.





Me dediqué a despertar a los compañeros de viaje para que no perdieran un instante del espectáculo, extraordinario para la mayor parte de ellos, y se contagiaron de la alegría infantil que da la nieve, disfrutando como niños de la guerra de bolas de ese material que incita al juego sin malicia. 







Ávila era una postal navideña en las primeras horas del día. Las calles casi peatonales del entorno del Palacio todavía con el manto  blanco inmaculado, sin las huellas de los peatones.

Era el día de la vuelta y tras la guerra de bolas de nieve y el desayuno buffet tornamos temprano a casa por lo que pudiese pasar, buscando una ruta alternativa por autovía, pasando por Madrid y alejándonos de menú de judías del Barco de Ávila que días antes habíamos concertado con un establecimiento de la localidad. Pero compartir la alegría infantil de cincuentones que disfrutaban de su primer contacto con la nieve, de los paisajes recién nevados de la Meseta, de las vacas, los caballos triscando afanosos la hierba alta y las hojas bajas, enterrados en nieve hasta la barriga, bien mereció la pena.

Tras un par de intentos fallidos en subir hasta Borreguiles o el Veleta en temporada de nieves, hube de esperar a que en 2010 volviera a nevar en las sierras sevillanas y allí nos encaminamos a tocar la nieve, pero parece que esa idea fue compartida con infinidad de urbanitas de la capital y la caravana se hacía insufrible para subir hasta Alanís o San Nicolas del Puerto.





Paramos en Cazalla de la Sierra comimos bien y nos quedamos a esperar con paciencia de indio apache a que vista la dificultad de ir nosotros a la nieve, igual tenía la nieve el detalle de bajar hasta nosotros, y lo hizo, tímidamente pero lo hizo. 


Extendimos la mano para recibir algún copo que dejara constancia en nuestro tacto y nos volvimos a casa. 

Y en este enero del 2017 de la era cristiana seguimos esperando, haciendo caso optimista al refrán de "año de nieves, año de bienes", que igual en estos días se repite el milagro del 54 y nieva en la Marisma y la nieve nos trae alegría infantil y bienaventuranzas.










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