Tristes trances que trae el tránsito de la primavera al estío.

Seguramente porque lo merecen, los días en que la primavera en esplendor transita hacia el verano de vacaciones  y sandías frescas, gozan de muy buena prensa, de una excelente reputación que es muy difícil cuestionar.

Ningún interés tengo en pinchar el globo del optimismo vital que infunden los largos días de luz y las noches apacibles de conversaciones fáticas en sillas de enea, pero tampoco quiero caer en la trampa cínica del que piensa que la realidad no puede ni debe estropear una buena noticia.

Y es la tozuda, la contumaz realidad, la que últimamente viene esparciendo un halo de tristeza sobre este tiempo de vino y rosas, la que nos agua las expectativas lúdicas y pone riendas de melancolía a nuestra inconsciencia festiva.

Por mucho que me empeñe en ignorarlas, a pesar de que busque afanosamente situarme en los tonos cálidos del espectro de la luz, en sus valores más claros, las sombras se evidencian de forma palpable, frías y contundentes, sobre todo cuando afectan a aspectos tan higiénicos como la ECONOMÍA, la SALUD y la SEGURIDAD.

De ahí el título de este post, cargado de "t" que jalonan como cruces las velas negras de estos días de sol en que se oye crecer a la hierba.



Justo cuando el tamboril  me trae las mañanas de rifa del pañuelo, que anuncia la proximidad de las hileras de carretas engalanadas que cruzarán el vado del Quema, cuando la melodía por sevillanas de la gaita es presagio de alegre repique de campanas, de templetes y simpecaos subiendo los siete escalones entre aplausos y emociones; abro el buzón de casa repleto de flyers de publicidad y comunicaciones de entidades bancarias, al menos eso creía, pero no, cae en la acera una cascada de sobres con membretes verdes de la OPAEF con mi nombre visible en las ventanillas transparentes. Los abro con la desgana de quien sabe que la procedencia no anuncia venturas y allí está el sablazo del primer semestre del IBI.

Me decía alguien que no recuerdo que la siglas y los cuernos sólo lo saben bien quien los pone, siendo así que OPAEF es la oficina de recaudación del municipio, e IBI el impuesto que graba a todo lo que dé un poco  de sombra artificial en la que guarnecerse de la calor que aprieta con desmesura.



Un asalto a mano armada a los menguados ahorros de quienes vivimos de las muy previsibles y estancadas pensiones públicas, ducha fría escocesa para las emociones ensoñadoras de trigales dorados y campos de amapolas.



Nada comparado con el dolor de perder a un hijo que han sufrido los padres de los jóvenes asesinados en Manchester por la locura suicida del fanatismo.El cáncer de los nuevos bárbaros que sitian nuestras fortalezas de prosperidad y tolerancia, que introducen sus caballos de Troya alimentados de globalización y Estado del Bienestar.

Pero no quedará aquí el vademecum de duquelas negras. Andaba la papila gustativa ejercitándose para hacer frente al potaje de bacalao, a la caldereta de venao, al mosto en la bodega,  la retina ensayando la abertura de diafragma con que captar el derroche de color de los volantes de lunares que cubren carnes prietas, el corazón bombeando al ritmo de las emociones de los futuros abrazos en los porches, cuando una punzada avisa de que una vieja cicatriz muta de forma aviesa a puñalada de incertidumbre en la salud.

Con los mimbres del miedo al diagnóstico y las dosis de amoxicilina cada ocho horas, el alegre repique de la campana suena a risa frívola, la caldereta sabe a ahumada  por exceso de fuego y el mosto a la  humedad de la  peor bota.


Me desentiendo de la metódica presencia en la palmera,lista en mano,para que no se escape ninguna de las sesenta y pico hermandades que pasan en estos cuatros días, me repantingo descangayao y fané en el sillón de símil piel negra mientras Utrera lanza al aire los mostachones en la Plaza, no me motiva la entrada de Córdoba al anochecer del jueves, dejo que mi hijo mayor se coloque el sombrero y la medalla, se anude el pañuelo de yerba al cuello, mientras lo miro en pijama, sin que un resorte me empuje la madrugada del viernes  a la Plaza para ver salir la Hermandad al amanecer.

Vuelven las carretas blancas a sus pueblos, vuelve la benjamina de la casa embriagada del síndrome de Sthendal, de contemplar tanta belleza mientras deambulaba en ambulancia por la Toscana, me cambia el viento, por fortuna lo que podría ser no es, el frío bisturí resuelve de certeras incisiones el escalofrío que de cuando en cuando  me recorría estos días la espina dorsal, aunque quizás por inconsciencia o genética oriental de aceptar lo inevitable,  nunca la preocupación informada y la desgana antibiótica dio paso al miedo vital, al pánico que desconcierta las defensas y abre brechas al asalto de la debilidad.



Andaba en el stajanovismo de horas de televisión que propicia la convalecencia de los primeros días de puñalada en carne viva andamiada de sutura, y no he podido evitar presenciar la tragedia en el directo virtual, empatizar, sentir el sofoco del humo en los pulmones, el espanto de los arcos de fuego en la copas de los pinos, el dolor de la carretera de la muerte en este Portugal tan cerca y a la vez tan lejos.


Malos hados gobiernan este solsticio, este tiempo que debiera ser sólo de cosecha y abundancia, pero de mieses de espigas doradas, de frutos rojos desbordando las cestas, no de llanto y desolación, de rastros de tizne humeante en los rostros despavoridos.

Más no iban a acabar aquí los trances tristes. Tengo con Whatshap una relación de cierta fría indiferencia que me incita a bloquear el aviso sonoro de los mensajes y los leo una vez al día como la prensa, depende de cuando puedo. Pues hay ocasiones que mejor no verlos, o al menos haberlos visto a tiempo. El tiempo de espera ante la consulta médica es ideal para repasar los mensajes pendientes de leer, pero no siempre se trata de las chanzas de los grupos de amigos, las comunicaciones de los compañeros de inquietudes sociales o políticas, las posverdades patrióticas del familiar escorado a diestra, no, esta vez era el hernandiano  rayo que no cesa, el manotazo duro, el golpe helado, el hachazo invisible y homicida, el empujón brutal que ha derribado a la joven compañera y sin embargo amiga.


Han pasado mas de trece años desde que dejamos de compartir el día a día del devenir de nuestra empresa, pero manteníamos el contacto, especialmente en despedidas gloriosas de quienes iban adquiriendo por cronología el derecho a desprenderse de la maldición a Adán y Eva. En los últimos tiempos el contacto diario virtual de la mensajería instantánea nos tenía conectados, aunque la notaba menos prolija. Echaba de menos su jacarandosa presencia en las bromas matinales, pero lo achaqué a los periodos de barbecho después de demasiada exposición y protagonismo en las redes sociales, nunca al rebrote de la enfermedad que un día conocí cuando coincidimos en el hospital, y que después he visto como vencía, al menos en apariencia, en las distintas ocasiones que hemos vuelto a encontrarnos en el mismo sitio.



De ahí el impacto, el dolor añadido de la pérdida para la que no estás preparado, nunca lo estamos, el desasosiego de la conciencia de conocer el triste trance justo a destiempo para acompañarle en la despedida, no se si liberadora del sufrimiento o de pesar por la vida que no vivirá, aun en medio del dolor. Lamentable que haya que morir para pasar a la eternidad.



Quedan aquí las energías positivas que derrochaba, a pesar de las tarascadas del vivir, que en ella no fueron pocas, el halo rotundo y sonriente de su imagen.


La conocí en los tiempos rompedores de Barcelona, en que yo transitaba desde el sindicalismo a la función de mando y ella encabezaba las primeras oleadas de incorporaciones de las mujeres a las tareas técnicas en la Empresa. No estaba en el grupo de las que asignaron a mi equipo para que ensayase los equilibrios entre mi nuevo puesto y el relato anterior, si estuvo alguien muy próximo a ella que sufrió las diferencias entre teoría y praxis en eso de la incorporación de la mujer a cualquier tarea profesional, todos tuvimos que aprender. De su mano me hizo un guiño la fortuna y la rechacé con desdén.



Muchos años después nos reencontramos en Sevilla, la misma empresa, otros cometidos muy diferentes. Fueron años de trabajar juntos cada día, de disfrutar su eficiencia sin alardes, sus habilidades para los encuentros colectivos informales y desinhibidores, hasta que el ascenso me hizo descender de planta, pero se mantuvo el tono de la relación, siempre desprovisto de las limitaciones que pueden motivar los roles profesionales.



Un día nos dijimos adiós y hasta luego, ella siempre bromeando con alcanzar el estadio idealizado al que nos incorporábamos quienes lucíamos nieve en las cumbres. Pero el destino ha decidido obrar con la insensibilidad que le caracteriza y llevarse demasiado pronto a una persona benéfica, mientras deja aquí a los "malarmas" sin corazón. Hasta siempre, compañera del alma, compañera.







Noqueado aún por esta pérdida, pero a punto de abrir en estas letras una rendija a la esperanza, el verano llega como se fue la primavera, "malage" y "esaborío", cargado de espanto. Arde Doñana y desde aquí, una de sus puertas de entrada, el cielo tiene al atardecer las sombras tétricas del humo y un halo irisado del fuego amenazante.











A la terraza donde alivio el bochorno de la noche ecuatorial llegan las pavesas que transportan los vientos de las mareas, llenando de premonitorias canas las jóvenes melenas azabache, el aire tiene un olor acre y denso, parece que estuviese ardiendo el almiar de al lado. Porque esta vez no es el dolor lejano con el que empatizamos, lo que se destruye es el hábitat donde nacimos, nacieron quienes nos precedieron y quisiéramos que quienes nos sucedan continúen el relato de convivencia entre nuestra estirpe y las de los demás seres vivos que compartimos esta tierra mágica.








Resultaré cansino con la tierra y sus frutos, pero es en esta tierra que ajena a nuestros gozos y sufrimientos sigue sus ciclos naturales, donde puede encontrarse el remedio para no dejarte abatir por la desesperanza, porque tras las sombras de la noche llegan los amaneceres rojizos por donde nos viene el solano.











Porque acogedora y generosa, perdona nuestras ofensas y agresiones y nos devuelve multiplicadas nuestras ofrendas de tiempo, esfuerzo, confianza y entusiasmo.












Por eso los higos crecen lustrosos en las higueras.







 







Las peras nashi y las de San Juan alcanzaran la sazón hermanando este y oeste en el intercambio de su polen fecundador sin ningún recelo ni prejuicio racial.










Y las palmeras agradecen nuestros mimos, las duchas preventivas de imadacoprid que las defiende de la voracidad insaciable del picudo rojo, con dos cosechas, la una de dátiles redondos que empiezan a mutar el amarillo vivo azo por el siena tostada de la madurez, la otra de pequeñas bolitas de intenso verde permanente.












Mientras, el azofaifo trasplantado en el pasado otoño luce brioso las primeras drupas. Sufrió el desarraigo, la migración forzada a escasos cien metros de donde nació. El cambio de su cuna original de tierra negra por el lecho de tierra roja y albariza de relleno, donde ahora mora, ha retrasado su floración, pero pundonoroso no quiere dejarme sin su perecedera y frágil cosecha.










En cambio el viejo kaki ha entregado la cuchara. El trasplante de supervivencia para evitar las tarascadas al paso de Olegario, aunque haya sido a la tierra abonada y propicia ha resultado muy arriesgado. La esponjosa tierra del huerto le hizo brotar con energía, pero fue el canto del cisne, ahora esos brotes se secan fácilmente con el recalmón de estos días y anuncian el fin de su ciclo como árbol vivo, su tronco es demasiado menudo para convertirse en caja de guitarra flamenca, terminará siendo leña que alimente el fuego de barbacoa en otoño.





 









El viento que aviva el fuego de Doñana me desmonta y troncha el encañado donde maduraba plácidamente la judía azuki, mientras respeta curiosamente la judía helga que se mantiene erguida mientras se seca lentamente en retirada.
















El tropical mango crece en infinidad de débiles ramas, rodeado por la calabaza cacahuete que ha nacido espontánea en su alcorque y ahora mi doña se niega a extirparla. 


El acuífero 27, el que aflora en sus ojos por la marisma de Doñana, alimenta la risa de los goteros, y la energía que transporta desde nuestras sierras alimenta nuestra resilencia, nos hace amar a la vida tal como es y nos ayuda a soñar que aun podemos hacerla mejor.














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