Bodegas y bodegones

Nota previa : Hace ahora unos seis años envié a la blogosfera una entrada con este mismo título, que ha tenido centenares de visitas hasta que por alguna razón se ha mutilado parte del texto y las imágenes. Es la única de las 54 entradas que escribí, hasta que en diciembre del 2017 dejé de hacerlo, que se ha modificado por razones ajenas a mi voluntad. Así que ahora es mi voluntad la que, rompiendo el silencio de tres años, decide reproducirla.

De bodegas.

Escarmentados de las borracheras bíblicas, el Islam tiene elevado a mandamiento el sabio precepto de no beber alcohol. No hay en el cristianismo una cosa parecida, tan precisa. Ahí la fuerza prohibitiva se escora más hacía el quinto, hacia los excesos del sexo, que con desmesura puede embriagar los sentidos como el alcohol y alejarte de la búsqueda de la pureza mística.

La diferencia es que los excesos del alcohol no tienen edad, en tanto para los del amor carnal hay un ocaso, sólo parcialmente resoluble con artificios. Ojalá, Dios lo quiera, las nuevas generaciones que cada vez caen más temprano en la tentación de transgredir ambas prohibiciones de las religiones del Libro como manera de autoafirmarse, volcaran su natural rebeldía en la búsqueda de paraísos menos artificiales, pero igualmente satisfactorios.

Porque hace falta tiempo para darte cuenta, cuando ya  el tiempo es más escaso, que el alcohol de alta graduación, banalizado por su aceptación social, por su poder deshinibitorio en las relaciones, va a causar estragos irreparables en quien lo consume sin moderación a edades tan tempranas, y el sexo sin amor, sin ternura, igualmente banalizado, satisface las pulsiones, las necesidades del cuerpo, pero no las del alma, que se resiente mustia y decepcionada de los encuentros ocasionales plenos de carga genital.

Pero no me traen aquí las cosas del quinto, que no suelen tener enmienda, sino la clara línea divisoria que existe, al menos a mi juicio, entre beber y libar.

Así considero que en la parte del libar están el mosto y la manzanilla en rama y en el beber todo lo demás. El libar es para mí una liturgia espiritual, que no religiosa, que eleva el alma, en tanto en el beber está el riesgo de embrutecerla.

Por eso canto como canta Joan Manuel Serrat en Lucía que, " no hay nada más grande que lo que nunca he tenido, ni nada más amargo (o quizás amado) que lo que perdí". Y en ese dolor por la pérdida ando yo a cuenta del mosto. Las primeras calores de la primavera se llevan el mosto. El mosto se hace vino y ya no es lo mismo, ni al paladar ni a la cabeza. Es tiempo de llorar amargamente, como Serrat, su ausencia, y volver los ojos hacia la manzanilla. Correrá a raudales la manzanilla, la embotellada para el consumo en las fiestas de primavera andaluzas. A la manzanilla embotellada la sitúo también en la parte del beber y en tanto que, a la otra, la manzanilla en rama, la ubico claramente en el espacio del libar.

De modo que mientras no cumpla el rito de la escapada a Sanlucar, a por la manzanilla en rama, toca vivir el duelo íntimo por el mosto, salvo que un amigo haya tenido la precaución de ponerlo a buen recaudo en  botellas oscuras, guardadas como un tesoro en lugar seco y fresco y decida compartirlo. Me daría muestras de que aprecia mi amistad y brindaría con él porque fuera duradera.

 El mosto




El mosto, el vino afrutado que esperamos impaciente los primeros días de noviembre de cada año. Ansiosos pero respetuosos con los tiempos de la Naturaleza, le hemos dejado que durante mes y medio crezca durmiendo en las cubas. Las uvas palomino, la zalema, la airén, la Pedro Ximénez y la garrido son las estirpes del mosto y le dan su razón de ser.

Un buen mosto ha de oler a manzana y tener aspecto de sidra. Y aunque hay quien dice que el mosto ha de ser turbio, hay mucho doctor en mosto, pues depende de la uva. La zalema le da textura aterciopelada y la garría brillo cristalino.

 El mosto, el vino joven del Aljarafe, de cosechas reducidas porque cada año hay menos viñas en esta comarca sevillana, crece y se multiplica de manera milagrosa por mor de la demanda de los urbanitas de Sevilla, que en las rutas del mosto quieren recuperar la autenticidad de la vida rural que perdieron cuando abandonaron sus pueblos.

El misterio de la abundancia, alimentada sin duda por caldos de otras comarcas, hace que quienes buscan la pureza del mosto se replieguen a los pueblos que bordean Doñana, a las bodegas artesanales que aún sobreviven.

Para los "capitalinos" quedan "las rutas del mosto" de las guías turísticas, el peregrinar por las localidades próximas, como la de Umbrete, ciudad del mosto, fama construida sobre los pilares de las Bodegas Salado.








O a Villanueva del Ariscal, donde el mosto termina por hacerse industria de vinos comerciales.




Cuando no Bollullos de la Mitación, con su travesía convertida en verdadero bulevar del mosto, en la que destaca la singularidad de la Escalera, con su marchamo de autenticidad.

   



Hay en los fines de semanas verdaderas procesiones a las rutas del mosto.

Se aprecia la condición de vino natural, sin manipulación química, de gran calidad, producto local de escasa oferta, que sale a cuenta venderlo a este público interesado en su valor diferencial y dispuesto a pagarlo.

Mi  historia del mosto

Mi relación con el mosto nace en la Viña del Llano, en el camino a Los Labrados, cuidada con todo el esmero y cariño, que los hombres abrían a golpe de azadón, abonadas con el estiércol de caballo que se amontonaba junto a las cuadras, podada por mi abuelo que sabía cómo guiar las cepas, buscar que los sarmientos dieran el mejor rendimiento. Labrar y cuidar la viña me parecía una de las ciencias más complejas, hasta que empecé a conocer como se hacía el mosto.

En marzo marzete, el mes cuando la viña mete, empezábamos a ver brotar los sarmientos, y a los pocos días se notaban los pámpanos, los racimos diminutos, que iban creciendo a la par que las cepas se llenaban de hojas grandes que dejaban pasar la luz y las mareas del Atlántico, pero los protegían del sol inclemente. Veía crecer los racimos y en cuanto la uva adquiría tamaño, como canicas verdeando intensamente, las cogía a hurtadillas para ir disfrutando como evolucionaban desde el ácido sabor de las primeras pruebas que me hacían estremecer en muecas incontroladas, hasta el dulzor de septiembre.

En septiembre quien las probaba era el abuelo y yo le miraba expectante esperando su aprobación, con la ilusión que diera por buena la madurez y la vendimia comenzase antes de que terminaran las vacaciones escolares.

Me gustaba el trajín de la vendimia, el corte de los racimos, echarlos en las canastas que me empeñaba en acarrear a hombros hasta el carro, el zumo escurriendo por los hombros y las moscas a mi alrededor. No me pesaba la calor dulzona del mediodía, sabía que estaba apurando los días de holganza escolar.  Antes casi de que las uvas llegasen al lagar ya me tocaba volver a la escuela. Pero desde mi casa olía el aroma del lagar del Rincón, era el tiempo de los lagares, entonces aún había varios en el pueblo. Pero mi relación de proximidad estaba con el del Rincón, y por paso obligado en el de la Carretera. En el de la Carretera me quedaba absorto a la ida y a la venida al colegio, pugnando por coger alguno de los racimos de la uva amontonada al entrar. Allí era un visto y no visto, el tiempo justo para no llegar tarde a clase a la ida y a casa a la vuelta.

En el del Rincón me regodeaba en la contemplación de la faena de los hombres descalzos, pantalón de pana y faja, tocados con gorras o sombreros de ala ancha, estrujando sin contemplación las uvas con sus pies.  Del recinto rectangular del lagar, tapiado a un metro de altura, que no me dejaba ver los pies de quienes pisaban las uvas, dándole a ese quehacer aire de misterio, salía un regatón, un manantial que yo creía permanente, de un caldo turbio tornasolado en matices dorados, que desembocaba en un recipiente subterráneo, más intuido que contemplado.

De ahí iban sacando ese caldo en jarras de lata y en unos días sólo quedaba de la pisa el rastro del hollejo, y las sendas pringosas hasta los bocoyes, que antes de la vendimia había visto limpiar con cadenas y tratar con pajuelas de azufre. Esas sendas hacían brillar el suelo de tierra de las bodegas y el olor dulzón, los aromas de la uva permanecían suspendidos en el aíre. Después el silencio, la espera imprecisa, hasta que un día el abuelo sacaba la garrafita, la damajuana envuelta en su funda de mimbre, o la "pelona" de vidrio en carne viva escurridizo y me mandaba a la bodega. ¡Ya estaba bueno el mosto! En la bodega corros de hombres en las mesas con botellas de a medio y platillos de aceitunas en salmuera, las cañas brillando a la luz amarilla de las lámparas cubiertas de polvo. Y el olor, el olor del mosto que me embriagaba. El tabernero, con el puro humeante, golpeaba dulcemente la garrafa en el mostrador de tabla lustrosa y me despertaba del atontamiento del vapor del mosto. En el camino quitaba el tapón de corcho y aspiraba con nerviosismo ese vapor del mosto, tapándolo rápidamente con la sensación de haber pecado. En cuanto llegaba a casa el abuelo metía las garrafas en el pozo del patio, atada con una cuerda del asa de mimbre, o en un cubito de lata con el gollete de la garrafa "pelona" atado al asa para anclarla.

Al anochecer venían los hombres de la casa, a hablar de sus cosas sentados en las sillas de enea del patio, mientras yo los veía con envidia como escanciaban una y otra vez las cañas de vidrio. Antes de que acabase esa liturgia ya me reclamaban desde dentro de la casa para cenar y acostarme.

Así pasé los otoños soñando que algún día trocaría mi condición de "mandaero" por la de tertuliano en el patio, espatarrado en la silla de enea, bebiendo cañas de mosto una tras otra.

Pero las cosas no salieron así, el abuelo enfermó y murió, despareció la tertulia del patio y los lagares, en septiembre las calles dejaron de oler a lagar, los carros no trajinaban llenos de uvas desde las viñas a los lagares. Mis primeras copas, siendo aún mozalbete, mi bautizo de alcohol, fue con vermut dulce,  sin personalidad, nadie sabía su origen, no había nacido aquí delante de nuestros ávidos ojos.

 El mosto era cosa de viejos y me deje llevar por las modas, aun cuando en mi fuero interno eso de beber vermut, o las ocasionales cervezas, no tenía nada de lo místico, lo sagrado, lo íntimo del vapor de mosto aspirado, de la consagración que para mí hubiese supuesto beberlo escanciado por el abuelo.

Tenía poco más de dieciséis años cuando me fui del pueblo, anduve por aquí y por allí, me bebí lo mío y lo de otros. Probé vinos de muchas comarcas españolas e incluso alguna francesa, en ninguno encontré ese aroma del vapor del mosto, la comunión mística con la tierra, notar como pasaba el correntín desde mi garganta a mis pies , buscando las raíces de las cepas de la Viña del Llano, como siempre imaginé que haría el mosto. Y lo olvidé, olvidé al mosto, y la diferencia entre libar y beber, pues no aprendí a libar como lo hacían los hombres del patio, sino a beber como los jóvenes de mi generación.

Hasta que volví al pueblo de nuevo y vi que había resucitado un nuevo lagar, en la vieja bodega abandonada de mis juegos con el desafortunado primo Pepe, al que se llevó una bala amiga. Y que en Sevilla la gente iba a las "rutas del mosto" como un acontecimiento social. Recalé temeroso en la bodega, pedí una botella de medio, me dieron una jarra de barro, pero el escenario me retrotraía a las tertulias del patio, la bodega guardaba la esencia de aquel tiempo, había telarañas que seguro eran de entonces. Las reuniones en conversación sosegada, el acento, el cante improvisado, las expresiones, que recuperé a la velocidad de la luz, y el mosto, bebí del mosto, y sucedió, no bebí, libé, comulgué con la tierra, tuve esa experiencia espiritual que soñaba, y la busco cada noviembre como un renacer, una recarga de las pilas del alma.

 

La manzanilla

Cuando volví a Sevilla a principio de los 80, en mi primera Feria tras la ausencia de más de una década, en realidad mi primera Feria de adulto, aun se continuaba bebiendo vino fino en las casetas, creo que me estrené con el fino Pando. Cabezón a la segunda botella, y poco apropiado al gusto de jóvenes y mujeres. Porque la revolución social que supuso la incorporación masiva de las mujeres a todas las profesiones, la conquista de espacios de igualdad, la liberación de las costumbres, influyeron como no podía ser de otra forma en todos los órdenes de la vida, y de la bebida. Por eso el vino fino quedó destronado en la Feria y se impuso su variante más ligera, la manzanilla. A alguien se le ocurrió aligerarla un poco más con seven up , dio lugar al "rebujito" y eso ya es que arrasó.

Vinieron Ferias de manzanilla, de mucha manzanilla. En la manzanilla encontré un sucedáneo de primavera para el mosto, que si bien su ingesta no alcanzaba a la espiritualidad del libar el mosto se le acercaba. La bebía con la misma liturgia, la misma parsimonia contemplativa de la caña, y sus efectos eran de un punto de excitación que ayudaba a mantener las juergas en las noches de Feria sin que después pasase cuenta al estómago ni a la cabeza. Todo eso, si la bebes dentro de un orden.

Esa experiencia quisimos trasladarla al Rocío, sobre todo a los Rocíos que venían más frescos, donde alternar con cerveza hastiaba muy pronto. Y funcionó, sobre todo dio lugar a mi encuentro con la manzanilla en rama. Cuando fui a proveerme de manzanilla para el Rocío a Sanlucar de Barrameda seguimos las indicaciones del Pato, patrón de pesca con un restaurante en Matalascañas, que nos aconsejó comprásemos la manzanilla en Bodegas Barón.

 









Allá que te fuimos, a por la manzanilla San José en rama, que nos había aconsejado el Pato. Sólo llegar, entrar en la bodega y percibir el vapor, el vaho espiritual que sentía con el mosto.

En esos bocoys, nos decía quién nos llenaba las garrafas abriendo y cerrando las canillas con arte, están los mejores cantes, los mejores ratos de conversación y también muchas tonterías. Nos dio a probar desde el mismo bocoy, y volví a sentir el fluido del caldo desde la garganta a los pies, buscando unirme, unirse, comulgar con la tierra.

Con la carga de las seis garrafas de arroba, dos para los caminos de ida y vuelta, una para cada día de estancia en el Rocío, volvimos gozosos tras una parada benéfica y saludable en Bajo de Guía para darnos un merecido homenaje en Bigotes. Con las papilas gustativas a punto por el extraño sabor y textura de las ortiguillas, catamos unas copas de manzanilla de ese establecimiento, no era igual. Nuestra preocupación era que el traslado, el trasiego, remontase la manzanilla, que es un caldo muy delicado que solo vive bien donde nace y que le gusta poco los sobresaltos de los viajes.

Pero no, mantuvo sus propiedades a lo largo de todo el Rocío. En ese y posteriores años, durante más de dos décadas  no hemos faltado ningún año al Rocío, ni la manzanilla ni yo.

Cuando las vicisitudes de la vida me han apartado de los caminos hasta la Madre, he buscado las ocasiones para si no podía cumplir el rito del peregrinar al Rocío, no me faltase al menos el peregrinar hasta Sanlucar, a Bajo de Guía y a las Bodegas Barón.

El milagro de la manzanilla

A Roma se va por bulas,

por tabaco a Gibraltar,

por manzanilla a Sanlúcar,

y a Cádiz se va por sal.

La manzanilla ¿De manzana, de Manzanilla (Huelva), de manzanilla camomila? ¡vete a saber !, el mar, la mar seguro. Es el mar, el río, el clima único de la desembocadura del Guadalquivir, las uvas listán y palomino, las tierras albarizas, quienes hacen el milagro de la manzanilla.

 



Sólo aquí sobrevive todo el año el "velo de flor," las levaduras que dan características propias a este vino.

Las manzanillas finas, suaves y afrutadas, las pasadas, embocadas y olorosas.

A diferencia de los vinos que se crían en Jerez, que como consecuencia del calor pierden la flor en verano, en Sanlucar se mantiene la flor durante todo el año. La manzanilla pasa por diferentes etapas a lo largo de su vida, que están en función del tiempo que transcurre el vino en la bota, son: la fina, pasada y amontillada, pudiendo distinguirse la etapa olorosa entre la fina y pasada y dos etapas en la amontillada fina y vieja.

Cuentan que nacieron por casualidad o causalidad en Sanlúcar en la 2º mitad del siglo XVIII. Y que a las "soleras" pusieron viento en las velas los comerciantes "montañeses" que hicieron sus Américas en los colmados de la Andalucía Occidental. De ahí quizás eso de "echa vino montañés". Algún tamero alquimista del vino de Sanlucar se demoró en la reposición del vino extraído de las botas y al servir de nuevo descubrió un nuevo vino en sabor y color, que gustó y se comercializó a mejor precio que otros vinos. De ahí a que los vinateros sanluqueños ensayaran para hacer de la casualidad, causalidad y virtud y pusieran en marcha el actual sistema de criaderos y soleras.

Para saber más el libro: "La Manzanilla Historia y Cultura de las bodegas de Sanlúcar" Autor: Ana María Gómez Díaz

De bodegones

Sin duda soy más de bodega que de bodegones, nunca me he sentido muy motivado con los bodegones. Ese batiburrillo de cosas puestas en lo alto de una mesa no tiene para mi mucho relato, y siempre procuro que lo que pinto tenga algún relato.



Lo tiene, para mí, este bodegón de 2004. El adiós a la antigua cuadra-pajar de paredes a la capuchina que me servía de taller-estudio y de espacio para las reuniones gastronómicas y flamencas con los amigos. La planta de arriba, dedicada en su día a pajar, se desmoronaba con las maderas carcomidas, y en el verano de 2004 decidimos su demolición. Con dolor de nuestro corazón, porque nada que construyésemos en su lugar iba a proporcionarnos las vibraciones, la energía que transmitían las historias humanas de un uso tan prolongado y diverso.

Despedimos a la cuadra con un sencillo ágape a base de chacinas y los productos de la huerta de entonces y sus aledaños. En la mesa de pino flandes que aún perdura, cubierta con el mantel de hule que nos regaló Mamá y que se fue con ella ese año, a su sitio en la eternidad.

Intenté captar ese instante de no retorno, del pepino y la lechuga antes de picarlo para la ensalada, la zanahoria el tomate y la cebolla, antes de hacer lo propio para el aliño en pipirrana. La prueba de la caña de lomo, a punto de hacerla rodajas trasparentes, el queso esperando terminar en tantas cuñas isósceles como fuese posible. La engañosa botella de Marqués de Cáceres que disimula su contenido de suave manzanilla fina, la cerveza de oferta de supermercado y las frutas. El mango de Almuñecar, el kiwi de vaya usted a saber, las naranjas nável de verano, la fresa de la Juncosilla y las manzanitas golden del manzano que divisábamos en una miradita desde el ventanuco del fondo. Le dijimos adiós a la cuadra sudorosos, el calor del verano aliviado sólo por los dos ventiladores "vintage" a 125 Voltios, que había que alimentar con la parafernalia de conectarlos a un transformador.

 Tuvieron que pasar diez años para que la búsqueda, la inspiración al contemplar la obra de Joaquín Sanz, me llevase a manchar un lienzo con los cacharros, los trastos que acumulo en el nuevo estudio-taller, nada que ver con la antigua cuadra, carece de su personalidad.



Tiene por contra la comodidad, la funcionalidad de las estanterías donde ordenar el caos, el banco de trabajo en recia madera para las tareas de restauración y ebanistería, y el lujo asiático de la estufa chubeski para los pocos días fríos del invierno y el aire acondicionado de ventana para los muchos días calurosos del verano. En este espacio preparado para la asepsia, dejo indolente que el polvo cree la pátina que tenía la vieja cuadra, pero lo que allí era historia aquí es mugre, y cansado de escuchar reproches a mi desidia termino por dejarla de cuando en cuando como los chorros del oro. Así como la cuadra era para mí la montaña de Miguel que cantara Triana Pura, en este nuevo espacio he perdido la autoridad, la exclusividad, y ha terminado en un pandemonium que alberga motos, aperos, máquinas, muebles y útiles que duermen plácidamente a la espera de que algún día vuelvan a ser utilizados. He sufrido la expropiación del derecho de exclusividad, expoliado por el síndrome de Diógenes de los demás que viven en casa, de la acumulación de cachivaches inútiles que me han bloqueado la posibilidad de utilizar la pequeña grúa de raíl para aplicarme a la creación, a la expresión en hierro, en forja. Con tanto trasto provocaría al menor descuido un incendio incontrolable.

Y andaba en el bodegón de cacharros a partir de la hora del Ángelus, en tanto las mañanas las dedico a la huerta, apurando lo que me daba este último otoño, cuando la migración de una cosa a otra me hace sentir la necesidad de darle un merecido reconocimiento a los frutos de la huerta. Puede que fuera una excusa para recuperar el mantel de cuadros, que también le ha sobrevivido a Mamá, y llenarlo de los estímulos de vida de las últimas frutas y hortalizas de la estación.



Ahí están, uno de los últimos melones alforjeros que calamos en Enero, "pa tené to l'año dinero", la berenjena blanca, tan oronda como el melón, las” granás”, las cebollas babosas, las berenjenas rayadas, la naranja nável, los higos de Lepe, los kakis, los dátiles que empezaban a madurar , las judías rojas en sus vainas y los pimientos supervivientes, de asar y cuerno de cabra, dejados caer en la cazuela donde me gusta cocinar ocasionalmente los arroces con verduras, los guisantes con choco, las espinacas con garbanzos, los alcauciles, en fin todo el guiso de cuchareo que no sea potaje, por los que no siento ningún estímulo para guisarlos y bastante indiferencia en comerlos. 

Me los puse en lo alto de la mesita de cocina, encima del mantel a cuadros de sencillo bordado geométrico, y haciendo caso omiso a los consejos sobre composición y dificultad, aprovechando que la luz eléctrica no varía con la hora, corrí en manchar el lienzo con la pretensión de acabarlo antes que empezase la oxidación de la fruta. Me empeñé en terminarlo del natural y casi, pues las cosas sobrevenidas me obligaron a posponerlo hasta hace unos días, en que apliqué algunas veladuras desde la memoria, pues de todo lo que hay en el bodegón dimos buena cuenta como es natural.

Como uno termina siendo pura contradicción, para estar poco estimulado en pintar bodegones, me llega una racha en que sólo se me ocurre eso. Quizás abre esta nueva serie " La edad de los metales", la representación básica de la geometría sagrada en zinc, cobre e hierro, porque justo estoy instalado en esa edad, donde la plata esta en la menguada melena otrora leonada, el oro, bueno ahora el titanio, en los dientes y el plomo, el plomo tira de realidad en las fantasías oníricas de las batallas de Venus.




 Es el tiempo de los placeres sostenibles del beber y el comer, con sumo cálculo y moderación. Pocas estancias duraderas en la Bodega, cucharada y marcha atrás, que ni el estómago ni la cabeza están para emperrarse acodado en el mostrador de tablas. Las botellas, mejor contemplarlas vacías, adornando la mesa del patio, antes de dormir la eternidad en las baldas altas de la estantería.
  





  Mejor refugiarse en los pucheros, las incursiones de cocinillas en el reducido espacio del multiusos de la antigua cuadra y pajar, que reformamos con voluntad de repetir su función de estudio y ha terminado por acumular muebles y cachivaches, que dificultan, cuando no impiden, el desorden creativo de pinceles y espátulas. Así que decido trasladar al lienzo una de la escasa ocasiones en hago de chef de los históricos pucheros, siguiendo las recetas y metodologías  de nuestras madres.




Comentarios

Entradas populares de este blog

Melancolía - Todo tiempo pasado fue anterior.

El sinvivir de la vivienda.

La rana en agua hirviendo, y peor que se va a poner.