DOMINGO DE RESURRECCIÓN - AUSENCIA
AUSENCIA
Me resultó muy breve ese paréntesis de algodón de azúcar, porque a pesar de esa nube de gracia que nos envolvía, él, inquieto, parece que se ahogaba en el estrecho mundo de nuestro pueblo y, como tantos otros, se marchó buscando otros aires, a construir el futuro que quería ofrecerme. Yo me quedé en pueblo con el alma rota por su ausencia, pero no lo desanimé, ni deje entrever el dolor que me causaba su marcha, el que me dejara sola, pinchara la burbuja protectora que nos rodeaba.
La respuesta fue encerrarme
en mi misma, herida en un desaliento vital que sólo prestaba interés a sus
cartas, que llegaban regularmente cada semana. Eran cartas invariablemente
románticas, cálidas, que me arañaban el corazón con un lenguaje poético que me
enamoraba más cada día. Me hablaban de las cosas cotidianas, de su amor por mí
y del deseo de verme y tenerme cerca todos los días. Tenía una letra muy
cuidada en la que parecía flotar algo de él, por eso dormía con las cartas
abrazadas al pecho.
Nos reencontramos pasados bastantes meses desde su marcha, un tiempo que se me hizo eterno. Era tanto el deseo de vernos que por un instante nos miramos como extraños, turbados, él se mostró confundido, algo frío en público, yo puede que igual, sin saber cómo reaccionar.
Sin embargo, después, a
solas, nos besamos y abrazamos con pasión. En la oscuridad, temblando de deseo
y curiosidad, me costó, pero lo acaricié y descubrí por primera vez, entre
ansiosa, asustada y avergonzada, la diferencia entre el amor físico y el
romántico cuando, aún excitada y ardiendo de ganas, no dejé que sus manos
exploraran debajo de mi falda.
En esos días juntos paseábamos cogidos de la mano casta y dulcemente en el tramo del paseo donde los novios buscábamos la complicidad de la noche, para manifestar nuestro amor, siempre temiendo que mi padre nos sorprendiera en actitud efusiva.
Pasaron dos años entre el tormento de las ausencias y la locura de los encuentros. Al menos cada seis meses él hacia un largo viaje para que pudiéramos vernos. Cada vez traía mas acusado ese aire de modernidad que tanto me gustaba y a la vez preocupaba. Seguía entendiendo mejor sus miradas que sus palabras.
Esa maraña de sentimientos, de emociones contrapuestas, la despejó él en una llamada telefónica, para decir que no podía, ni quería, sufrir más mi ausencia y me propuso que nos casáramos. A pesar de mi juventud, el deseo de estar con él era más fuerte que el miedo a vivir en un sitio lejano y desconocido, decidí arriesgarme, ilusionarme en lo que para mí iba a ser la mayor aventura de la vida.
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