Toros y toreros
Los toros
En esto de los toros, como en otras tantas cosas, hay una permanente dialéctica, un forcejeo continuo entre mis almas. La que disfruta con la mera contemplación de la fuerza de la naturaleza que es un toro, animal que siento parte del paisaje cotidiano, de las vivencias que definen mi universo y la que vibra con la estética del toreo, se emociona con una buena faena.
Anduve de niño trasteando entre los añojos y erales de La Cigüeña, que llegaron a ser casi compañeros de juego de mis visitas a esta finca.
Más tarde correteé con precaución pero sin miedo entre los imponentes "pabloromeros" del Partío Resina, que vivían y dejaban vivir triscando hierba verde a paso lento y firme, o descansaban echados en las escasas sombras de la marisma. El punto crítico de riesgo estaba cuando abrías la cancela y el chirrido metálico sacaba a los toros de su bucólica existencia. Esperabas unos instantes que se desvaneciera el posible momento de ofuscación, vigilabas que no hubiese ningún semental abochornado tras una pelea, y después podías cruzar entre ellos con naturalidad, sin mostrarles animadversión ni miedo. Para los toros formabas parte de su paisaje conocido, no esperaban ninguna agresión ni necesitaban por tanto defenderse con la embestida ciega.
En Hato Ratón, en la ensoñación de ganadería brava de Melgarejo Osborne, padecí un episodio de cólera de un semental berrendo, el Burraco, que hizo saltar todos mis resortes de la supervivencia adormecidos por la rutina de trajinar entre toros bravos.
Andábamos rellenando con sorgo ensilado los comederos del corral de los sementales. El remolque del tractor a su paso más corto, yo con un "biergo" , pie a tierra, reponiendo pienso desde el remolque a los comederos, medios cilindros de hormigón de poco más de cincuenta centímetros de ancho, alineados en tres filas, descansando elevados unos cuarenta centímetros sobre pies del mismo material. Conforme llenábamos los comederos los toros se iban acercando, como era habitual, en tanto protegido por la proximidad del remolque, eficaz burladero ante cualquier eventualidad, yo iba extendiendo y repartiendo el pienso.
En el cambio de fila de comedero, el remolque se alejó mientras me encontraba tan distraído en la faena que no me percaté que había quedado en descubierto, cuando oigo un grito de alerta del tractorista.
En el cambio de fila de comedero, el remolque se alejó mientras me encontraba tan distraído en la faena que no me percaté que había quedado en descubierto, cuando oigo un grito de alerta del tractorista.
-¡El Burraco!¡El Burraco!-
Volví la cabeza a toda velocidad y me vi venir la mole berrenda del semental en una tremenda embestida que hacía temblar el suelo del corral. Los reflejos, el instinto más que la razón, me hicieron precipitarme en el hueco existente debajo de los comederos cuando el berrendo tiraba la primera cornada inmisericorde, buscando mi cuerpo para ensartarlo con saña. - Este me mata- Pensé cuando oí el testarazo sobre el comedero de hormigón, que por fortuna aguantó la embestida. Repté de un lado a otro del hueco del comedero, huyendo de la sombra de la testuz, que intentaba una y otra vez encontrarme en un sinfín de cornadas. Fueron segundos eternos hasta que el tractorista acercó el remolque lo más que pudo al comedero que me guarnecía, y con aspavientos, arrojándole objetos al Burraco consiguió que desistiera del encarnizamiento en mi persecución. Instante que aproveche para salir de debajo del comedero y de un salto a lo Serguei Bubka, pero sin necesidad de pértiga ni de nada, volé por encima del remolque y aterrizé en el mullido y humeante sorgo ensilado.
- "Tá fartao ná "- Decía el tractorista aliviado, mientras a mí aún me costaba respirar, con el corazón desbocado por la excitación y la adrenalina inundando todo el torrente sanguíneo.
Tras unos instantes para comentar el incidente, lo extraño del comportamiento del Burraco - Ese está "abochornao", por eso te ha embestido- argumentaba el tractorista, seguimos con la tarea hasta completarla, pero ahora yo lo hacía desde lo alto del remolque, que la confianza mata al hombre, sin que el jodido del Burraco mostrase la menor inquietud, rumiando plácidamente la delicatessen que le suministrábamos, con una mirada serena, como agradecida.
Advertimos el comportamiento del Burraco en el cortijo, para que todo el mundo estuviese prevenido, pero me fui de aquella finca sin que yo ni nadie volviese a sufrir un incidente de esta naturaleza.
Advertimos el comportamiento del Burraco en el cortijo, para que todo el mundo estuviese prevenido, pero me fui de aquella finca sin que yo ni nadie volviese a sufrir un incidente de esta naturaleza.
A pesar de este susto, la coexistencia pacífica terminaba por relajar los mecanismos naturales de prevención y riesgo, el temor a la fuerza, la fiereza innata del toro, y el miedo daba paso a la admiración por su estampa y el respeto a su generalmente noble comportamiento. Sufrías si tenias la ocasión de ver morir algunos de ellos en la Plaza. No podías entonces hacer abstracción del dolor, el sufrimiento de la faena y la muerte.Te era imposible sublimarlos en la estética, el arte de la lidia. Mejor verlos en el campo que en la plaza.
Pero no se me ocurría denostar a quien disfrutara del espectáculo del toreo, criminalizar a todo lo taurino, identificarlo con vestigios de nuestra barbarie. Para mi la muerte del toro bravo en la plaza era un sacrificio necesario inherente a nuestra forma de vida , tan naturalmente cruda y dura como la del ternero manso en el matadero, y desde luego mucho más digna. El toro en la plaza tiene alguna opción de defenderse, morir matando e incluso que su valor le de derecho al indulto. Terminar el ciclo de la vida en la sordidez del matadero era,a mi juicio, mucho más brutal, mas cruel, aunque pudiese ser más indoloro. Que habría que verlo.
He oído el mugir de los terneros, el chillido de los cerdos en el matadero y no tengo dudas que son expresiones de desesperación, miedo pavoroso a la muerte que intuyen se avecina inexorable, sin posibilidad de defensa. El mugido del toro en la plaza es de reto, llamada al combate. No hay miedo a la muerte, aunque pueda ser el desenlace más probable. El toro que disfrutó de una buena vida en la libertad de la dehesa, el prado de la marisma, tiene al final una buena muerte, combatiendo, peleando contra quien se atreve a retarlo. Es mucho más de lo que tienen muchos seres humanos en nuestro civilizado mundo.
Pero no se me ocurría denostar a quien disfrutara del espectáculo del toreo, criminalizar a todo lo taurino, identificarlo con vestigios de nuestra barbarie. Para mi la muerte del toro bravo en la plaza era un sacrificio necesario inherente a nuestra forma de vida , tan naturalmente cruda y dura como la del ternero manso en el matadero, y desde luego mucho más digna. El toro en la plaza tiene alguna opción de defenderse, morir matando e incluso que su valor le de derecho al indulto. Terminar el ciclo de la vida en la sordidez del matadero era,a mi juicio, mucho más brutal, mas cruel, aunque pudiese ser más indoloro. Que habría que verlo.
He oído el mugir de los terneros, el chillido de los cerdos en el matadero y no tengo dudas que son expresiones de desesperación, miedo pavoroso a la muerte que intuyen se avecina inexorable, sin posibilidad de defensa. El mugido del toro en la plaza es de reto, llamada al combate. No hay miedo a la muerte, aunque pueda ser el desenlace más probable. El toro que disfrutó de una buena vida en la libertad de la dehesa, el prado de la marisma, tiene al final una buena muerte, combatiendo, peleando contra quien se atreve a retarlo. Es mucho más de lo que tienen muchos seres humanos en nuestro civilizado mundo.
Otra cosa es que mientras el matarife de sensibilidad encallecida sacrifica con indiferencia a su víctima, el torero, el rejoneador, pretenda hacer con ello un ritual estético, satisfacer las necesidades del público de sentir, como yo lo hice sin capote ni muleta en Hato Ratón, la adrenalina del riesgo y la muerte, vividos por otros, desde la cómoda seguridad de su asiento.
Esta diferencia sustancial de tratar el sacrificio de un animal, como alimento sin alma, o como protagonista dramático de una coreografía mortal, me pareció en algún momento una delgada línea carente de sensibilidad. Los tiempos en que creí que sobre las ruinas de un mundo viejo nacería producto de la implosión revolucionaria un mundo nuevo, donde las contradicciones vitales estuviesen resueltas y los seres humanos diésemos un salto cualitativo hacia el Hombre Grande, en equilibrio con su entorno.
En ese mundo ideal que vendría, todas las especies animales serían compañeros de viaje en el tránsito de nuestro Planeta a la Eternidad. No era cuestión por tanto de apoyar manifestaciones culturales o estéticas en las que estuviese implícito el sufrimiento de cualquier especie. Me alejé sin violencia de los toros como fiesta, en muchos años no volví a pisar una plaza de toros más que en los mítines, y pasaba con indiferencia por las Arenas o la Monumental, ajeno al reclamo de los carteles que anunciaban los festejos taurinos.
Sin embargo, cuando en los periodos vacacionales rondaba por el Paseo Colón, por las proximidades de la Maestranza sevillana, la indiferencia no salía de natural, forzaba el desvío de la mirada de los viejos carteles deslucidos de las corridas de Feria, o del anuncio de la nueva temporada de abono. Estaba claro que existía una relación causa/efecto entre la geografía y mi interés por los toros como fiesta estética.
Era tan así, que al retorno, moderada ya la efervescencia militante en la lucha por la posibilidad de ese mundo alternativo de génesis súbita, aceptada la inconveniencia de la revolución como instrumento inevitable del progreso humano, convencido del movimiento en espiral de la Historia, de la eficacia de los impulsos reformistas, de la evolución continua y de lo consustancial de las contradicciones en la naturaleza humana, dejé que el corazón mandará sobre la razón en las cuestiones estéticas y no hice ascos en incorporarme a la costumbre de algunos amigos de acudir a los toros el Jueves de Feria.
En los incómodos asientos de piedra de la Maestranza, tendidos de sombra , con el breve alivio de la almohadilla rayada, presionada la espalda por las punteras de los zapatos de los portugueses de la fila superior, con puros humeantes cuya ceniza aterrizaba en paveas grises sobre mi cabeza, sentí desasosiego. El disfrute, la conexión con la faena del diestro, en esa ocasión Cepeda, no apareció espontánea, emocional. Seguí la faena con un tono cerebral de percepción física mas que de emoción sensorial, que le restó interés.¿ Había perdido irremediablemente la afición a los toros? Bueno, ni frío ni calor, volvía a disfrutar más del ambiente de la Plaza que de las propias faenas y algunas veces surgía el fogonazo mágico. - Como a todos - Me decía un amigo pragmático al que trasladaba estas dudas existenciales.
Pero fui yendo de cuando en cuando a los toros, arrastrado por los amigos mas que por decisión propia, y de la mano de alguno de ellos, de su entusiasmo, fui reaprendiendo las sensaciones olvidadas. Retomé el disfrute del detalle, de las diferencias sutiles o llamativas del toreo, hice de nuevo un paréntesis sublimador del sufrimiento y muerte del toro, que se desvanecía ante una faena insulsa, el exceso de castigo del picador en el tercio de varas , o una falta de habilidad con el estoque del torero a la hora de entrar a matar. Cuando la faena termina en descabello se evapora toda la posible magia estética, es matadero puro y duro, y me pesa haber acudido a los toros, justificar el drama con mi presencia, haber pagado por ello.
Se rasgó el velo de la idealización estética de la muerte del toro, sufrí un nuevo choque de realidad, cuando en una corrida promocional de jóvenes novilleros,entre ellos un novillero mi pueblo, uno de los chavales inexpertos usó el estoque con nula maestría sobre un eral, en una desafortunada estocada lateral, causándole tal estropicio que terminó por mostrarse el paquete intestinal del novillo. Me resultó un espectáculo insoportable y me fui de la plaza portátil sin esperar a nadie. Dije adiós a los toros durante un tiempo. Ha sido el deseo de apoyar las ilusiones de este nuevo novillero quien ha motivado que vuelva de nuevo a las Plazas, a la de Espartinas, Tarifa, Maestranza. A verle a él, y a algunos carteles de Feria en los días más tranquilos, huyendo de los agobios del Jueves.
En estas me llega el debate hipócrita de Catalunya y la prohibición de las corridas de toros en esta comunidad autónoma. Han querido teñir el oportunismo político con el barniz de una iniciativa progresista, de civismo en defensa del derecho de los animales, de ruptura europeísta con los ritos bárbaros ancestrales de la España que quieren les sea ajena, en su afán diferenciador, en el maniqueismo histórico en que nos hemos instalado a cuenta de las demandas independentistas de este territorio, en el que estudié, trabajé, nacieron dos de mis hijos, viví en definitiva más de una década.
Es penoso eso de que se haga un esfuerzo legislativo en prohibir una manifestación cultural arraigada en la historia, la verdadera Historia de nuestros pueblos. Es cierto que la afición a los toros no es homogénea en toda España. En algunas de sus naciones, regiones, comunidades autónomas, que cada cual use el nombre que más le guste, no ha existido nunca un interés por los toros. Bien por las circunstancias geográficas, caso de las Islas Canarias, o por otras razones que se hunden en el tiempo, caso de la mayor parte del Noroeste.
Pero es una clara manipulación de la verdad histórica pretender asimilar los toros a la España profunda mesetaria. Porque la propia idea de esa España es tan falsa como el debate en cuestión. Las fiestas en torno al toro, en cualquier manifestación, es mas mediterránea que atlántica. Existe en todo el Este, en la riberas del Mare Nostrum, tradiciones antiquísimas que tienen al toro como protagonista. En la propia Catalunya han tenido buen cuidado de aun prohibiendo las corridas de toros mantener esas manifestaciones culturales en torno a los "correbous".
En tanto que en Andalucía, el Sur quintaesencia del toro, de ganaderías y toreros, las fiestas en torno al bravo animal son una consecuencia más de las imposiciones de la conquista que arrasó lengua, tradiciones y costumbres del Al-Andalus de un milenio. Pero tras quinientos años aquí nadie ha querido darle marcha atrás al reloj, el hecho diferencial del mestizaje es tan palpable que no requiere de subterfugios para reforzarlo.
Somos productos de realidades cambios y evoluciones voluntarias o impuestas, pero transcurrido el tiempo el origen tiene su importancia si se trata de conocer la Historia, el pasado del que venimos, pero nunca debiera condicionar el presente, vivido al segundo, ni el futuro por escribir.
Puede que las corridas de toros fenezcan porque los gustos de las nuevas generaciones van por otros derroteros, y tampoco hay que hacer nada para mantenerlas artificialmente, pero de ahí a prohibirlas está el trecho entre la tolerancia y el fundamentalismo intervencionista del poder político, que se ejerce en las democracias por delegación, interfiriendo espacios de la vida que guardan relación con las abstracciones estéticas, lo lúdico, la forma de divertirse, en definitiva las fórmulas mas claras del ejercicio de la libertad individual.
Los toreros
Mi fascinación por los toreros, los héroes míticos que vencen con la astucia, la elegancia estética de su ballet dramático, a la fuerza noble y bruta del toro , jugando con la muerte a las cinco de la tarde, nace con Pascual Márquez. Con Pascual, al que no conocí, me unen lazos familiares y de lugar de nacimiento.
Era el protagonista de las leyendas, las proezas contadas en familia en las noches de sillas de enea en el patio. Su espíritu flotaba en la casa del Tito, su hermano y picaor. En la galería de fotos, las tardes de éxitos en blanco y negro, la historia gráfica de su impresionante entierro.
Los niños mirábamos asustados la inmensa cabeza del toro negro que había en el comedor principal de la casa. Durante mucho tiempo creí que aquella cabeza era de "Farolelo" el toro de la "Viuda" que lo mató en la Plaza de las Ventas de Madrid a finales de Mayo del 41. Estaba convencido que colgaba disecado en la casa del Tito como venganza por la temprana muerte de su hermano, en la cumbre de la juventud y el éxito. El mismo me sacó del error cuando me atreví a preguntárselo - El toro que mató a mi Pascual era cárdeno- me contestó lacónico.
Ahora Pascual descansa en su panteón, en el olvido relativo del camposanto , a poco más de un metro de donde lo hacen mis padres. En su pueblo, que es el mío, se mantiene la leyenda, pero donde está mas vivo su recuerdo en el real de la Feria de Sevilla, donde tiene una calle en la que se ubican las casetas mas populosas.
Sin haberle conocido tampoco, Manolete seguía siendo en mi niñez la quintaesencia del torero. Del torero valiente, de trágica seriedad premonitoria, que se jugó y perdió el envite con la muerte. La muerte descarnada y precoz en la cornada de un temible Miura, "Islero", al que él le plantó cara con temeridad. Fue un héroe necesario en el tiempo de plomo y hambre de la posguerra, que se mantuvo en el imaginario de las siguientes generaciones, que crecimos en medio de la escasez de todo, hasta de referentes en que mirarnos nosotros mismos. Por Manolete siguen doblando las campanas de Linares, en la voz de Farina hecha copla que el pueblo canta, que hasta que el pueblo no las canta, las coplas, coplas no son.
Dos Antonios, Ordoñez y Bienvenida, son los toreros que me hicieron apreciar el arte de la lidia, con sus estilos magistrales, ennoblecedores de las faenas y la muerte del toro. Ejecutadas con sumo respeto al bravo contrincante, haciéndolo protagonista de sus tardes gloriosas. No precisaban de la temeridad suicida que eran santo y seña de muchos toreros, nadie les cuestionó por ello su valentía.
Antonio Ordoñez fue además un investigador de la historia del toreo, especialmente de Pedro Romero.
De su entusiasmo por entroncar con esa historia nacieron las "goyescas" de Ronda. Festival taurino que se celebra cada año en Ronda, con su antigua plaza de piedra como escenario, con un vestuario en las cuadrillas, en muchas personas que acuden a este festival, que rememora las modas de la época de Pedro Romero.
Lo que no consiguió ningún toro con Antonio Ordoñez lo hizo el cáncer, que le dio una cornada mortal siendo aún joven.
Como joven era Antonio Bienvenida, 53 años, cuando una vaquilla, en una capea sin riesgos aparentes ni compromiso, le pilló desprevenido, volteándolo y causándole lesiones de las que moriría días después.
En ese mismo tiempo, frente a estos dos toreros artistas estaba el fenómeno social del "Cordobés", que llenaba plazas y nos dejaba pegados a la pantalla blanca y negra de los televisores viéndole hacer sus piruetas ante los toros.
La maquinaria de propaganda del régimen convirtió al "Renco" en el "Cordobés", ejemplo del "sueño americano" de ascensión social, por la vía que eso era posible entronces en España, hacerse torero. Ya se ocuparon de hacernos creer que podíamos eludir la miseria, solo había que tener el arrojo y decisión, la valentía del "Cordobes". Su historia se hizo cine en "Aprendiendo a morir", que contemplamos animados por la fantasía de que podría repetirse ese milagro de ascensión social en todos aquellos a los no se nos abría más escenario que la precariedad de las peonadas del campo o el desarraigo de la emigración.
Fue entonces que me caí del caballo como San Pablo, era tan evidente la utilización de los toros, los toreros, como el "pan y circo" del régimen, que una reacción mínima de oposición era no dejarse enredar por esa manipulación.
Dejaron de ser los toreros los héroes míticos de mi imaginario personal, para llenar este espacio los revolucionarios místicos del "noveccento". Si iba a los toros lo hacía con cierta indiferencia por los espadas del cartel. No obstante me generaban algunas simpatías el tándem "Viti" y Miguel Báez "Litri", hasta que el torero, la figura del torero se fue desdibujando de mis intereses.
Hubieron de llegar a finales de los ochenta dos toreros de faena pausada, Fernando Cepeda y Paco Ojeda, para que se reavivase mi interés.
Ambos se retiraron de los ruedos hace unos años. A Paco tengo la oportunidad de verlo en algunas ocasiones por el pueblo, pues ha comprado tierras por aquí. Puedo constatar entonces que el paso del tiempo nos va dando cornadas a todos, aunque lo llevemos con dignidad.
Ahora me cuesta acudir a los toros si no hay en el cartel nadie con apellido que termine en el sufijo "ante". Es decir Morante de la Puebla o Talavante.
A ambos tuve la oportunidad de verlos en una excepcional corrida de papeles cambiados, en la Puebla del Rio, donde Morante, Talavante, El Juli y El Fandi, toreaban a caballo, en tanto Diego Ventura lo hacía a pie.
Y nos dieron un recital, unos más que otro. Talavante austero, de charro mejicano en homenaje a su esposa, el Juli con una increíble habilidad para manejar el caballo.
Morante, majestuoso, se amarró al pomo de la silla para concentrarse en la faena sin riesgo añadido.
Dos obras de arte, cuya esencia intento captar para trasladarla al lienzo, Busco poder expresar la liturgia del silencio, el recogimiento del público cuando torea Morante, a pie o a caballo.
Mi fascinación por los toreros, los héroes míticos que vencen con la astucia, la elegancia estética de su ballet dramático, a la fuerza noble y bruta del toro , jugando con la muerte a las cinco de la tarde, nace con Pascual Márquez. Con Pascual, al que no conocí, me unen lazos familiares y de lugar de nacimiento.
Era el protagonista de las leyendas, las proezas contadas en familia en las noches de sillas de enea en el patio. Su espíritu flotaba en la casa del Tito, su hermano y picaor. En la galería de fotos, las tardes de éxitos en blanco y negro, la historia gráfica de su impresionante entierro.
Los niños mirábamos asustados la inmensa cabeza del toro negro que había en el comedor principal de la casa. Durante mucho tiempo creí que aquella cabeza era de "Farolelo" el toro de la "Viuda" que lo mató en la Plaza de las Ventas de Madrid a finales de Mayo del 41. Estaba convencido que colgaba disecado en la casa del Tito como venganza por la temprana muerte de su hermano, en la cumbre de la juventud y el éxito. El mismo me sacó del error cuando me atreví a preguntárselo - El toro que mató a mi Pascual era cárdeno- me contestó lacónico.
Ahora Pascual descansa en su panteón, en el olvido relativo del camposanto , a poco más de un metro de donde lo hacen mis padres. En su pueblo, que es el mío, se mantiene la leyenda, pero donde está mas vivo su recuerdo en el real de la Feria de Sevilla, donde tiene una calle en la que se ubican las casetas mas populosas.
Sin haberle conocido tampoco, Manolete seguía siendo en mi niñez la quintaesencia del torero. Del torero valiente, de trágica seriedad premonitoria, que se jugó y perdió el envite con la muerte. La muerte descarnada y precoz en la cornada de un temible Miura, "Islero", al que él le plantó cara con temeridad. Fue un héroe necesario en el tiempo de plomo y hambre de la posguerra, que se mantuvo en el imaginario de las siguientes generaciones, que crecimos en medio de la escasez de todo, hasta de referentes en que mirarnos nosotros mismos. Por Manolete siguen doblando las campanas de Linares, en la voz de Farina hecha copla que el pueblo canta, que hasta que el pueblo no las canta, las coplas, coplas no son.
Dos Antonios, Ordoñez y Bienvenida, son los toreros que me hicieron apreciar el arte de la lidia, con sus estilos magistrales, ennoblecedores de las faenas y la muerte del toro. Ejecutadas con sumo respeto al bravo contrincante, haciéndolo protagonista de sus tardes gloriosas. No precisaban de la temeridad suicida que eran santo y seña de muchos toreros, nadie les cuestionó por ello su valentía.
Antonio Ordoñez fue además un investigador de la historia del toreo, especialmente de Pedro Romero.
De su entusiasmo por entroncar con esa historia nacieron las "goyescas" de Ronda. Festival taurino que se celebra cada año en Ronda, con su antigua plaza de piedra como escenario, con un vestuario en las cuadrillas, en muchas personas que acuden a este festival, que rememora las modas de la época de Pedro Romero.
Lo que no consiguió ningún toro con Antonio Ordoñez lo hizo el cáncer, que le dio una cornada mortal siendo aún joven.
Como joven era Antonio Bienvenida, 53 años, cuando una vaquilla, en una capea sin riesgos aparentes ni compromiso, le pilló desprevenido, volteándolo y causándole lesiones de las que moriría días después.
En ese mismo tiempo, frente a estos dos toreros artistas estaba el fenómeno social del "Cordobés", que llenaba plazas y nos dejaba pegados a la pantalla blanca y negra de los televisores viéndole hacer sus piruetas ante los toros.
La maquinaria de propaganda del régimen convirtió al "Renco" en el "Cordobés", ejemplo del "sueño americano" de ascensión social, por la vía que eso era posible entronces en España, hacerse torero. Ya se ocuparon de hacernos creer que podíamos eludir la miseria, solo había que tener el arrojo y decisión, la valentía del "Cordobes". Su historia se hizo cine en "Aprendiendo a morir", que contemplamos animados por la fantasía de que podría repetirse ese milagro de ascensión social en todos aquellos a los no se nos abría más escenario que la precariedad de las peonadas del campo o el desarraigo de la emigración.
Fue entonces que me caí del caballo como San Pablo, era tan evidente la utilización de los toros, los toreros, como el "pan y circo" del régimen, que una reacción mínima de oposición era no dejarse enredar por esa manipulación.
Dejaron de ser los toreros los héroes míticos de mi imaginario personal, para llenar este espacio los revolucionarios místicos del "noveccento". Si iba a los toros lo hacía con cierta indiferencia por los espadas del cartel. No obstante me generaban algunas simpatías el tándem "Viti" y Miguel Báez "Litri", hasta que el torero, la figura del torero se fue desdibujando de mis intereses.
Hubieron de llegar a finales de los ochenta dos toreros de faena pausada, Fernando Cepeda y Paco Ojeda, para que se reavivase mi interés.
Ambos se retiraron de los ruedos hace unos años. A Paco tengo la oportunidad de verlo en algunas ocasiones por el pueblo, pues ha comprado tierras por aquí. Puedo constatar entonces que el paso del tiempo nos va dando cornadas a todos, aunque lo llevemos con dignidad.
Ahora me cuesta acudir a los toros si no hay en el cartel nadie con apellido que termine en el sufijo "ante". Es decir Morante de la Puebla o Talavante.
A ambos tuve la oportunidad de verlos en una excepcional corrida de papeles cambiados, en la Puebla del Rio, donde Morante, Talavante, El Juli y El Fandi, toreaban a caballo, en tanto Diego Ventura lo hacía a pie.
Morante, majestuoso, se amarró al pomo de la silla para concentrarse en la faena sin riesgo añadido.
Dos obras de arte, cuya esencia intento captar para trasladarla al lienzo, Busco poder expresar la liturgia del silencio, el recogimiento del público cuando torea Morante, a pie o a caballo.





















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