Domingo de resurrección - Capítulo : Convivencia

 

CONVIVENCIA



Nos casamos en primavera. Me temblaba el ramo de los nervios y la emoción al verle, tan elegante en su traje azul oscuro, la pajarita negra que daba seriedad a su rostro juvenil en contraste con el desenfado de su peinado beatnik.

En sus ojos vi un brillo especial, un aura luminosa, al verme vestida de blanco. Ahora, pasado el tiempo, cuando me veo en la foto de novia no me gusto, frente al estilo mundano de él se me ve antigua y cateta. Cuando lo comentaba él siempre decía que ese día me encontró especialmente hermosa, que como podía considerar vulgaridad lo que era frescura y ausencia de artificio. Me parecía el mejor piropo.

La noche de bodas, después del banquete nos despedimos muy rápidos de los invitados y nos fuimos a la capital, a empezar el corto viaje de novios. Yo estaba echa un flan, hecha un manojo de nervios, él lo notó y quiso salir a tomar algo antes de ir al hotel. No lo entendí, me molestó que no estuviese impaciente, como me habían contado que estaban todos los hombres recién casados. Hasta mucho después no comprendí que ese día lo que él buscaba, conocedor de la tensión que yo vivía en esos momentos, era crear un clima que lo hiciera todo más fácil.

Entramos en una sala de fiestas, yo cambiada de calle, él con su traje oscuro de novio, y por su aspecto juvenil, cuidado y emperifollado como para una actuación, le confundieron con uno de los músicos. Eso me hizo mucha gracia y descargué la tensión de todo el día con una risa nerviosa que no podía controlar.

Ya en el hotel él mantuvo el clima de humor haciendo algunas payasadas. Consiguió que me relajase, le dije que como seguramente esperaba era virgen y no me pareció que para él eso tuviera una especial importancia, o lo daba por sentado o no le producía ninguna satisfacción.

Me trató con pasión y ternura, se ve que sabía lo que hacía, el dolor que me habían contado, que me causaba temor, fue escaso y gocé de un placer sensual intenso, pero no llegué al orgasmo. El se esforzó a lo largo de la noche, pero no encontré el camino al clímax.

Lo noté pesaroso, me contagió su desilusión, me sentí culpable.  Pero él me animó, entendía que yo necesitaba desinhibirse de todos los miedos y aceptar el sexo como algo bello y natural. Era así, deseaba dejarme llevar, mi cuerpo lo demandaba, pero al mismo tiempo sentía como si estuviésemos haciendo algo pecaminoso y sucio.

Fue un viaje de novios muy corto porque después nos quedaban muchos kilómetros hasta nuestro nuevo hogar. Hacíamos el amor a todas horas, sin descanso casi, tanto que caminaba como si aun lo tuviese dentro. Fue al tercer día del viaje de novios cuando exploté al placer. Me llego en oleadas sucesivas que hacían que me agitara en convulsiones, gimiera y gritara, excitándole más a él, hasta que conseguimos acoplar nuestros ritmos. Nunca había imaginado que fuese posible esa comunión de los cuerpos, esos segundos en que todo el ser trasciende el uno en el otro, hasta situarse al borde de la inconsciencia.

Se acabó la corta luna de miel formal y, después de un viaje en tren que duraba una eternidad, nos instalamos en un piso de una barriada obrera de la gran ciudad, por el que pagábamos la mitad de lo que él ganaba.

Era un piso pequeño con habitaciones interiores, que él había decorado con algún amigo en un estilo funcional y juvenil, con notas de color rojo en lámparas y alfombras que le daban un cierto aire de picadero.

Ahí arrancó nuestra vida en común. No nos sobraba el dinero, él se buscaba la vida con algunos extras a su menguado sueldo y yo administraba haciendo montoncitos para cada cosa. Así durante casi dos años, viviendo el uno para el otro, como dos novios. Nos reíamos cuando los acomodadores del cine nos llevaban siempre a las filas de atrás. No me resultó difícil adaptarme a la vida de la gran ciudad.

Pasado un tiempo descubrí que mientras yo había permanecido encerrada en casa él había llevado una vida intensa en la gran ciudad. Supe que hizo mil y un trabajó en hoteles, bares, salas de fiestas, y por primera vez apareció el fantasma de los celos. Cuando alguna chica le saludaba él siempre las presentaba de conocerla de un sitio y de otro, sin ningún asomo de culpabilidad.

Cada vez que le preguntaba si me había engañado alguna vez en las ausencias, él siempre juraba y perjuraba que ni lo había pensado.

Él seguía siendo una persona inquieta y tras esos dos años de nueva burbuja retomó sus estudios, dejándome sola por las tardes, aislándose cuando llegaba la época de exámenes. La verdad es que empecé a aburrirme.

Por eso puse mucho empeño en tener un hijo. Mi primer hijo nació con el otoño en el hospital de la gran ciudad y llenó de ilusión a toda la familia. El niño era un manojo de nervios, complejo e inquieto como él, me ocupaba todo el tiempo. Ya no me daba lugar de aburrirme. Él iba del trabajo a la universidad, de la universidad a casa, siempre buscando ratos para estar con nosotros.

Seguíamos haciendo el amor casi todos los días, no le reprochaba nada, pero le echaba de menos. Ya no salíamos casi nunca solos, ni íbamos al cine o a bailar, el niño nos cambió la vida de pareja.

Pensábamos que en aquella ciudad estaba nuestra vida y decidimos comprar un piso. Él se ofrecía a hacer algunas horas extras para reunir lo suficiente para el piso, iba a clases por las tardes y seguía estudiando hasta la madrugada.  Empecé a notar que estaba agotado y quería ayudarlo llevando dinero a casa, como veía que hacían la mayor parte de las mujeres de mi entorno.

Poca cosa sabía hacer, mi formación era muy básica, pero busqué una guardería para el niño y me puse a trabajar, primero haciendo cosillas de montaje en casa, después en una fábrica textil que estaba próxima.


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