Miradas, rostros, retratos
Busco la emoción de mirar el tiempo a través de los ojos de otros, para así intentar comprender la insoportable levedad de su paso.
¿Qué reflejos, qué vibraciones tendría el aire de Sevilla una tarde de los años veinte en el Parque Mª Luisa?. Esa tarde que mis abuelos decidieron inmortalizar , acompañados por Mamá, toda curiosidad infantil contenida en el gesto formal, posando para el retratista ante el Museo Arqueológico.
Sostiene mi abuelo con mimo la pose de mi madre niña, mirando con severidad la cámara, mirada de patriarca de los hombres de aquel tiempo, que no deja traslucir su más que probable satisfacción y orgullo, la ternura de pasear a su sexto retoño, primera hembra tras el quinteto de varones.
Detrás y de pie, como columna que sostiene, mi abuela, toda serenidad, derecha como un junco, reposa una mano afirmando la seguridad del banco que alberga a las personas que ama, en tanto la otra descansa en el hombro de mi abuelo, transmitiéndole pudorosa toda la energía de su afecto.
¿Qué ilusiones, de qué material estarían construidos los sueños que compartiría Mamá unos años más tarde con sus amigas? Un retratista, puede que el mismo, recogió ese instante , pleno de la juventud de sus vidas, en otro punto no muy distante del mismo Parque de Mª Luisa, en Sevilla. Paseo endomingado con las mejores galas, el luto recurrente, de las visitas esporádicas a la capital.
Luto premonitorio por la pronta ausencia de mi padre. La inexistencia de registros fotográficos de su corta vida en común, impulsó a mi memoria y de esta a mi mano, a partir de desvaídas fotos de carnet, a reconstruir imaginarios paseos por las huertas de naranjos, cuando ya no están ellos ni las huertas.
Darles forma abrió las puertas de la memoria de aquel niño de cinco años, que añoraba la imagen del padre entrando en casa alegre y bullicioso, su limpia mirada de mar esmeralda, su porte de hábil jinete en la saca de yeguas de la Marisma.
No llena el cielo malva, la torre vigía de mi infancia y juventud dominando las balizas del tiempo, el hueco, el vacío de su presencia en la primavera y el verano de mi vida. Como añoro, ahora que he alcanzado el otoño, el gris claro de la mirada cariñosa, afectiva, de entrega sin reservas de mi madre, cuando han pasado ya diez años desde que se fue.
¿ De que amores , de que sueños hablaban las niñas que paseaban sus mantones de Manila en las Cruces de Mayo? ¿ O era el Corpus? Seguro que se contarían sus secretos y confidencias mientras posaban entre la higuera y el limonero.
El limonero lunario, milagro de la permanente florescencia, la higuera voluntariosa de las dos cosechas, higos y brevas. Las brevas de piel áspera y sutil, perfumando amontonadas los platos de loza, los higos, pasados al sol en cuna de paja, envasados y prensados en cajones de pino de Flandes, durmiendo apretujados su madurez, para después despertar azucarados, vestidos del fino tamo que pregona su sazón de fruto seco.
Como Rafaela repasaría los acontecimientos de la mañana en la duermevela de su modorra, bajo la sombra de aquel árbol que se llevó un mal viento. Paréntesis de la tarde de abril, oyendo la bulla de la partida de dominó de los hombres, en los domingos de la casa de campo.
Y Chari, posando voluntariosa mientras me contaba los padecimientos de las jornadas del verdeo bajo el sol de Septiembre. En tanto yo intentaba captar la inocente sensualidad de su mirada, el punto contradictorio de androginia en una naturaleza de hembra exuberante, matizada en las reverberaciones rojizas de las tardes de otoño.
O María que aceptaba resignada, en el intercambio de roles del estudio, que destacase su perfil de ama de casa, en manbito de flores, cuando en su interior bulle la inquietud de la artista que cada día brega con la aridez del papel de funcionario de correos que le ha tocado representar.
Y Nuria, que posa estoica los pies doloridos de deambular en tacones en una tarde de celebración familiar, descansando indolente en la silla de enea, bajo el toldo del patio. La mirada llena de las dudas existenciales de la juventud, fastidiada por las exigencias de su papel de improvisada modelo, reclamándome agilidad en la ejecución de la obra, para desprenderse del incómodo raso de seda de las ceremonias.
O el niño, ¿quizás mi próximo nieto?, que abre sorprendido y esperanzado la cremallera de la vida, para asomarse curioso a este mundo convulso que algún día le tocará heredar.
¿Que hacer?, Si acaso unirme a Pepi y Manuela y disfrutar de la quietud de una noche de verano en la casa de campo, al sosiego del comienzo de la madrugada, cuando el relente baja sinuoso de los árboles.
O apurar la taza de te rojo, adobado con licor de almendras amargas, mientras hago una pausa en el estudio, tras el enésimo retoque al autorretrato que pretendo dar por terminado un día de éstos.











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