Sitios, rincones, calles, callejas, plazas y plazuelas.
Andas toda la vida caminando por multitud de espacios, a veces muy distintos, heterogéneos y exóticos, y otras semejantes entre sí y próximos. Todos estos lugares son imágenes, secuencias que se graban con más o menos nitidez en la memoria.
Unos son decorados, escenarios de las vicisitudes que acontecen, en tanto que otros tienen esencia propia , personalidad definida que trascienden lo que allí sucede, y que por la potencia de la imagen que desprenden parecen dejar en segundo plano a los hechos. Son lugares que terminan siendo auténticos protagonistas de tu relato vital.
En esa categoría están la Plaza del pueblo, las palmeras que dejé en la casi adolescencia, de cuyas ramas nos columpiábamos de niños y que ahora empiezan a rozar inaccesibles los tejados de la Iglesia.
O la primigenia fábrica de luz del Palacio de los Orleans, testigo de nuestras correrías infantiles, audaces incursiones prohibidas a la búsqueda de degustar furtivos los dátiles en sazón y los exóticos coquitos del Brasil.
Eran descubiertas azarosas en las que divisábamos distante el cenador, donde imaginábamos, en nuestra escasez, pantagruélicas meriendas de los niños de aquella familia aristocrática, que pasaban sus veranos en el Palacio bajo las sombras de la vela de aquel antiguo claustro del convento franciscano adyacente, hoy Casa de la Cultura.
O aquel rincón, más inaccesible, donde se guardaba ausente de interés, la imagen en terracota de la Madre de Dios, en su advocación de Nuestra Señora del Rocío, jalonada por el añil, el azul índigo que enmarcaba entonces, en doble línea paralela, las bajeras de los interiores de nuestras encaladas casas.
Solíamos terminar nuestras hazañas bordeando temerosos las tapias del Palacio, para disfrutar del producto de nuestras incursiones mientras saltábamos a "tena corría" al amparo de la angosta calle, y terminábamos jugando a la lima en la Plaza del Convento. Dábamos la espalda a la torre enhiesta, eterna vigilante de nuestros juegos.
Más tarde, en los tiempos en que creía que el destino me reservaba hacer carrera en la milicia, bajo el calor de las lonas de Obejo el Viejo, vinieron a mi retina, y de ahí a los registros de la memoria fija, los rasgos oscuros, enlutados, de la abuela tejiendo palma en el porche de su casa de la montaña cordobesa.
Libre ya de esa ensoñación castrense, hubo de pasar el tiempo, hasta que una tarde de verano me llenase de luz el verdor de los cármenes en Granada.
En especial, la sobriedad de la geometría sagrada y parda en el Carmen de los Mártires.
O el patio cuajado de macetas de un pueblo cordobés, con la ropa tendida ondeando al viento..
Más reciente fue la mirada a la cotidianeidad, desde la ventana indiscreta del cuarto de baño del adosado del Aljarafe.
Pero entre todos estos rincones, cuyas imágenes perduran en el tiempo, y que la mano plasmó con irregular técnica y maestría en lienzos, tablas o papel, está el sempiterno rincón de las macetas de mi madre.
Austeras como ella, adornaban el suelo de cemento gris en el patio de la casa del pueblo, donde reververaban dorados los rayos del sol del verano, y la sobreviven aun en mi patio, llorando la ausencia de sus mimos y rodeando de afecto benefactor a los míos, con el hálito del espíritu inmortal que desprenden.
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