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Rocío del agua.

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En esta villa a caballo entre Aljarafe y Marisma, donde nací y ahora vivo, tienen los Rocíos tal importancia en el calendario que son brújula y astrolabio para navegar en el mar de los recuerdos, y faros que despejan las brumas del tiempo en la memoria. Las vicisitudes que se arremolinan en estos días de primavera se graban a fuego en los registros más perdurables de la memoria, afirman y orientan, o tuercen, la consciencia del ser y del estar. Todos los Rocíos son semejantes y todos distintos, pero hay algunos que destacan especialmente y definen un surco singular en la corta existencia de una vida humana. Bien, pues a los de mi generación se le acumulan ya los Rocíos especialmente distintos, los Rocíos extraordinarios con relato propio en los siglos de historia de este peregrinar a la búsqueda de la Madre. El Rocío de 1990 fue el de la ausencia de caballos, de mulos, a consecuencia de la peste equina que se extendió por toda Andalucía y tierras limítrofes. Fueron una Feria de