Carretas y carreteros, caballos y caballistas

Subo a escribir, a poner negro sobre blanco las emociones, las vivencias que se amontonan atropelladas cuando en la puerta de mi casa caen los pétalos de rosa que desde el balcón de enfrente hacen llover sobre la carreta, la "Carreta Vieja" , que tras una nueva restauración ha salido a caminar por las calles del pueblo. 







Fue en el año 2005 cuando la "Carreta Vieja" de madera hizo por última vez el camino, sustituyendo a la de plata. La epidemia de lengua azul de ese año dejó a los bueyes en los establos, y era aconsejable utilizar la carreta de madera, menos pesada que la de plata, para que el  camino fuese mas liviano a los caballos bretones que hicieron ese año de tiro.

¡Cerca de una década ya de eso!

Seguimos esperando curiosos el futuro, pero es inevitable que en el otoño de la vida  empiecen a pesar en nuestro relatos las vivencias del pasado. Y cosas como la de hoy reverdecen los recuerdos.


Carreta, vieja herencia
que mi padre me dejara
para que pudiera ir a verla.

Suena así esa copla por sevillanas, y se mantienen en el pueblo verdaderas dinastías de carreteros que siguieron el legado, la herencia de sus mayores, ejerciendo el oficio por pura vocación.

En mi familia esa herencia por línea directa  masculina se acabó con mi generación, todos los varones abandonamos el campo, la agricultura y sus oficios. Hay en la larga saga de mis primos carnales, en mis hermanos, titulados y técnicos, de todas las disciplinas, ingenieros, médicos, profesores, especialmente profesores de todos los ámbitos, de primaria, de secundaria, de Universidad, pero ningún carretero, ningún caballista. Fue el éxodo de los años setenta, en busca de otros horizontes, que permitió la palanca del acceso a la educación, las becas ganadas a pulso con el rendimiento académico.

Han tenido que pasar cuarenta años para que algunos, finalizadas las carreras profesionales que motivaron la huida del campo, porque fue una huida masiva en toda regla, hayamos vuelto de nuevo a las bregas de la tierra, al primor de las huertas. Ha renacido, hemos recuperado la esencia perdida de campesinos de nuestra niñez, pero es tarde para recuperar  el ejercicio de algunos oficios, especialmente los relacionados con la doma y el manejo de animales, los toros y los caballos.

Sin embargo no se han perdido del todo  en la familia esos oficios, esas vocaciones. La han mantenido las mujeres, que tuvieron menos oportunidades y se quedaron en el pueblo, animando a sus maridos y después a sus hijos a perseverar en ellas. Por esa vía seguimos teniendo carreteros, caballistas, que llevan nuestra sangre y hacen de ello divisa y orgullo.

A los demás nos quedan los recuerdos, los paraísos imaginados de nuestra infancia entre  los toros, las vacas, los caballos, los mulos, los burros, los animales que eran parte de nuestro día a día.

CARRETAS Y CARRETEROS

Las yuntas, los toros y las vacas que rumiaban plácidamente en los establos de techo de enea, esperando ser enganchados ocasionalmente a las carretas de  madera de grandes ruedas con llantas de hierro.


Para trasportar el grano, la paja, los melones, los frutos de la tierra.


Abrir surcos en la besana.




O esperar en la primavera lucir gozosos y adornados con frontines y fajas, tirando de las carretas, medio de transporte sagrado, colectivo, y hogar efímero e itinerante en los días de romerías al Rocío.





El yugo, el tiro, el ejero, el mozo, palabras asociadas a ese medio de transporte que desplazó rápidamente el tractor, y que dejaron de ser comunes con su desuso.




Quedaron las yuntas, sobrevivieron, por su empleo en la Romería del Rocío, tirando de las carretas de los "simpecaos", o de las carretas adornadas a la antigua usanza, que siguen trayendo muchas hermandades que gustan de mantener el tipismo.




Cuanto disfrutábamos, con que orgullo recibíamos al Tito , cuando en medio de la bulla, los cohetes y el repique de campanas, entraba en la plaza, de carretero con las yuntas del abuelo, tirando de la carreta del "simpecao" de la hermandad de Sevilla, para nosotros El Salvador.

Como ahora se reciben a los carreteros del pueblo, entre ellos nuestros sobrinos, que traen a tantas hermandades a peregrinar a paso de bueyes por la Raya.






El uso tan limitado y ocasional , el  arrendamiento de las yuntas para la romería del Rocío, difícilmente compensa el esfuerzo, la dedicación,  el entrenamiento, el coste del mantenimiento de los animales durante todo el año. Los concursos de yuntas que han puesto en marcha algunos Ayuntamientos de la Comarca animan el interés por competir, y la posibilidad del premio crea motivación en quienes mantienen la tradición, más por pura vocación que por los réditos que pueda generar.









Sólo este tipo de eventos, la puesta en valor de la tradición, el patrimonio cultural como apuesta para el turismo etnográfico, el turismo sostenible pueden salvar las yuntas y sus oficios asociados.


CABALLOS Y CABALLISTAS

Décadas durmió la silla vaquera de Papá en el "soberao" de la abuela, sin que ni a mis hermanos ni a mí  nos llamase la atención. Fueron desapareciendo paulatinamente los caballos, los mulos de tiro de las cuadras de los abuelos en medio de la más absoluta indiferencia de los varones de mi generación. Nadie recogió el guante de la tradición en la doma de Papá, sólo la necesidad, cuando tenía poco más de quince años  me obligó a recuperar a marchas forzadas las habilidades en el montar a caballo aprendidas de niño. En el tiempo que anduve trabajando en una hacienda de nuestra marisma, en los sistemas de riego, en el ensilado del sorgo y pasto sudán, en  la alimentación de los toros bravos,  me dieron una jaquita alazana que tenía ensillada desde la mañana a la noche, recorriendo las vastas extensiones para asegurar el buen funcionamiento de válvulas y aspersores de riego, controlados por un rudimentario sistema de automatismo. 

La alazana, una potra arisca a medio domar, intentaba tirarme cuando más confiado estaba, lo consiguió al cruzar un regajo, salí por las orejas y di con todo mi cuerpo en el agua, menos mal, eso amortiguó el golpe. Otro día cuando la aseaba con la rasqueta, me puse a tiro por detrás y me soltó una coz que casi me rompe el pecho. Terminé por aprender a dominar su mal genio, por aprender la doma en definitiva, hicimos las paces y desde entonces se comportó como un corderito. Tuvo el detalle de volver sola al cortijo, a avisar, un día en que la falta de sueño provocó que me durmiese en lo alto de ella, me caí encima del sorgo y seguí durmiendo hasta que asustados vinieron a buscarme. Pero se acabó esta temporada en la hacienda, al poco me fui del pueblo y no eché de menos el montar.

Hipnotizado, deslumbrado por el esplendor de la vida urbana perdí todo el interés por el campo y sus oficios. Como tantos otros que se marcharon y jamás han vuelto. Pero yo si volvía, volví en los paréntesis de las vacaciones, y un día retorné definitivamente del éxodo. Me impliqué de nuevo en la tareas estacionales de las actividades agrícolas que aún mantenía la familia, pero ya no había toros en los establos ni caballos en las cuadras, mas no era el tiempo, ni había tiempo para recuperaros.

Volví a los Rocíos, a los caminos hacía la Madre en primavera, pero fui rociero de a pie o en carro. Compramos unas mulas grandes de tiro entre toda la reunión, y mientras duró la ilusión, varios años, los urbanitas conseguimos que los del campo asumieran su cuidado. Ahí recuperaba por unos días algo de aquellas viejas tareas ganaderas, pero después del Rocío nos olvidábamos de las mulas hasta el año siguiente. Hasta que aburridos los del pueblo, cansados de asumir su cuidado, se rebelaron de esa servidumbre y hubo que vender las mulas. Pocos años sobrevivió la reunión a la venta de las mulas, parece que eran el pegamento, la argamasa que nos mantuvo unidos tantos años.

Cuando el retorno al pueblo ha sido definitivo,  en la añoranza que da la edad otoñal, es cuando he sentido la necesidad de recuperar el trato con los animales. Ahora que ya pesa en lo personal y en lo económico la dedicación que eso conllevaría. Cada vez que voy a tomar la decisión de preparar cuadras, comprar caballos, la pospongo consciente o inconscientemente.

Los años de prosperidad engañosa que hemos vivido trajeron la moda del caballo, de la monta, como un capricho de las nuevas clases medias. Los picaderos se llenaron a reventar de caballos en pupilaje, las escuelas de equitación no daban a basto a tanto alumno de bota alta y fusta.

La crisis, el desplome del sueño del progreso infinito ha puesto las cosas en su sitio, en ese y otros terrenos, los picaderos y las escuelas  de equitación languidecen y el precio de los caballos ha caído en picado. Muchos caballos han ido lamentablemente en estos últimos años al matadero, por la dificultad de sus dueños en mantenerlos o venderlos. En lo económico sería el momento de recuperar la cuadra, pero entre los sueños y la realidad media el sentido de lo práctico, de lo que a veces impone la razón. Y la razón me dice que en cuanto a eso, mejor mantenerse en el terreno de los sueños, la añoranza de los recuerdos, su idealización.

Por otra parte no veo en mis descendientes mucho interés en seguir una tradición suspendida, que ellos no han vivido como yo. Sus recuerdo no van a tener la misma trabazón con el campo, la misma carga poética.

Así que aunque no renuncie definitivamente al cumplimiento de estos sueños ganaderos, disfrutaré de momento de los recuerdos, rodeado de mis perros, eso si los he recuperado, más de una decena tengo ya entre la casa y la finca.

Por eso entre la niebla de la memoria hacen acto de presencia los días de la sacas de yeguas en la marisma.





La figura  borrosa de Papá en medio de la polvareda, el rumor del galope colectivo de yeguas y potros.


Ya en las cuadras, el hierro y la doma de los potros nuevos. El picaero en la era, el potro girando vueltas y más vuelta, unido al centro del círculo, en el que a veces Papá me convertía en eje, mediante el radio de una cuerda de cáñamo unida a la jáquima.

Y esos caballos con nombre propio, a veces muy propio, otras yo le daba como propio el de su raza.

El inglés que solía montar Papá habitualmente.


Bezao, el árabe, negro como el cordobán de cabeza recortada y crines largas.


Cartujano, domado, cuidado con mimo para incentivar el interés de algún señorito caprichoso dispuesto a pagar su precio.


Así son  los caballos bellos de mi recuerdos.

Ahí van a mantener su presencia, muy activa en tanto no suceda lo improbable, que a la edad en que otros empiezan a dejar de montar, recupere con brío juvenil cuadra y caballos, y el presente, la realidad, ocupe el espacio de los sueños, de los recuerdos. 

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